Mi siempre hermosa madre María Ernestina, sentada en una mecedora de madera en la estancia multifuncional de nuestro hogar, allá donde nací en una casa  de la calle Tapia y Félix U. Gómez, se  encontraba pegando unos botones a una camisa de mi padre, mientras que yo, de cuatro años, tendido en el suelo, muy cercano a la puerta que daba al patio, con mis manos sosteniendo mi cara y mis codos apoyados al piso, observando a nuestra mascota, un perro de aguas llamado Lanas, que corría de un lado a otro persiguiendo a los pájaros, a los que en aquel entonces llamábamos nixtamaleros, que presurosos trataban de comer las frutillas maduras que caían de la ancua que estaba  cercana a las habitaciones que el abuelo Felipe Beltrán Gracia había construido para pasar algunos días con la familia en Monterrey NL., ya sea para atender algún mal de salud con algún prestigiado especialista, asistir a alguna reunión de la Cámara de Comercio, o simplemente para acudir a la Ópera; absorto como estaba, no me percaté que mi madre me pedía que  me levantara, hasta que su dulce voz subió de intensidad, entonces rápidamente me paré , ajustándome los tirantes con los que sujetaba al pantalón, ella me pidió me acercara y dejando a un lado la camisa e inclinando hacia adelante el torso, me vio fijamente a los ojos y me dijo: acércate  un poco y regálame un beso, yo me acerqué y con mis brazos rodeé su cuello y besé sus suaves mejillas de un color sonrosado, en repetidas ocasiones, tantas, que ella suavemente me retiró y me dijo: Eres muy generoso, eres un buen hijo. Entonces le contesté: Ya está cerquita el día de las mamás, y como no tengo nada que regalarte, pues me gasté los veinte centavos que tenía guardados, me acordé que tú me dijiste que un beso de un hijo vale más que cualquier tesoro, pero si no fuera así, no te preocupes, el próximo fin de semana me darán mi domingo y te prometo  que te compraré una flor. Mi madre me abrazó e igual me dio un buen número de besos, entonces le dije: No hagas eso mamá, ella se sorprendió por mi petición y me preguntó por qué, y le contesté, porque yo te di veinte besos, uno por cada centavo, y tú me has regresado la misma cantidad de besos y ahora quedamos a mano, y ya no vale como regalo. Mi madre sonrió, me tomó por los tirantes que sujetaban a mi pantalón y moviéndome con suavidad me dijo: ya despierta hijo, levántate, ayúdame a preparar el pastel, que mañana es el 10 de mayo.

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