En una etapa de mi vida, me preocupaba mucho por todo lo que podía reflejar un descuido personal; tal vez, esta obsesión la cultivé desde niño al interpretar a mi manera los consejos que me daba mi amada y hermosa madre. De ellos, recuerdo aquel que citaba: “Un hombre cabal, siempre debe arreglar su aspecto personal antes de salir de casa, especial cuidado deberás de tener con tu peinado y tu vestir, tu ropa debe de lucir bien planchada, usa siempre cinto, tu camisa bien forjada, tus zapatos impecablemente lustrados, evita manchar tu ropa, cuida de ella, que no sufra ningún desgarro, sacude siempre la silla donde te vayas a sentar y al comer pon una servilleta sobre tus piernas, lava tus manos antes de comer y después de hacerlo”.
Desde que quedó grabado este mensaje en mi mente, procuré seguir estos consejos al pie de la letra, y ser tan escrupuloso me acarreó algunos problemas, sobre todo, con mis compañeros de juego, quienes “para que se me quitara lo sangrón” me deban sendas revolcadas, me despeinaban, llenaban de tierra mis zapatos, me quitaban el cinto, en fin, llegaba a la casa hecho un desastre, de alguna manera pensaba que el ser tan pulcro no era nada bueno, si con mi actitud y prestancia causaba el enojo de los cuates del barrio.
Esa obsesión por la limpieza y el orden, me llevó también a ser muy cuidadoso con todas mis cosas, fueran juguetes o útiles escolares. Recuerdo que me preocupaba sobremanera las manchas en la ropa, el polvo de los zapatos, manchas o enmendaduras en los cuadernos o libros escolares.
En la Universidad procuré también el orden, mi cama siempre tendida, la ropa acomodada en cajones, escritorio bien limpio, los libros acomodados por orden, y de nuevo, mi forma de ser molestaba algunos de mis amigos, los que tenían más confianza desordenaban lo que podía para hacerme enojar.
Regresaba a mí entonces la idea de que no estaba haciendo lo correcto y exageraba mi comportamiento, traté de imitar a algunos de mis compañeros, me dejé el cabello largo, me sacaba las camisas por fuera, usaba pantalones ajustados o acampanados, cintos gruesos o garigoleados, me dejé el bigote y la barba, pero me sentía extraño. Cuando llegué a tener auto, me esmeraba en su cuidado, me molestaba que tuviese cualquier abolladura o la pintura maltratada, tanto el interior como el exterior siempre estaban limpios.
Un buen día, dejaron de importarme muchos de los detalles que componían mi personalidad obsesiva compulsiva; me di cuenta, que en verdad a nadie le importaba realmente mi forma escrupulosa de vestir, de actuar, de ordenar mi vida, me aceptaban por igual sin o con mis detalles especiales; me percaté también, de que el esforzarme tanto para mantener una imagen “correcta” tenía un gran costo en mi calidad de vida y en el disfrute de la misma.
Entonces me dije, las cosas materiales son sólo cosas, lo más importante es lo que llevamos dentro y nos identifica como iguales con cualquier persona. Por lo que llegué a la conclusión que si un día manchara mi espíritu, tendría la oportunidad de quitar esa mancha mediante el arrepentimiento sincero y el perdón.
Cuando por fin me sentí liberado de la intensa presión negativa que causa la personalidad obsesiva compulsiva, mi forma de ser exterior se volvió invisible y ahora tengo la gran satisfacción de sentir que muchas personas conocen mi verdadera naturaleza, la que refleja y transparenta al espíritu, al que cuido de no manchar con aquello que sea visible a los ojos de Dios.
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