Y ocurrió por un buen tiempo en San Francisco, Santiago N.L., que llegada la tarde noche, las personas salían presurosas de sus casas para dirigirse a la casa de papá Che; las mesas estaban acomodadas en el corredor del gran portal, los focos que pendían de la línea eléctrica, encendidos, iluminaban aquel lugar; la gente, cómo iba llegando, se acomodaba como siempre en las sillas que otras veces habían ocupado, y enseguida, sacaban de sus bolsos o de los bolsillos, la morralla, las corcholatas, un puñado de maíz o de frijol según el gusto de cada quien, tomaban sus tablas predilectas, y esperaban impacientes a que empezara el juego de la llamada lotería. Una vez ocupada toda la sillería, una de las personas de la casa que habían organizado la tardeada, tomaba la voz cantante, para anunciar, primeramente, al grito de ¡Corre y se va corriendo! y al corte de baraja por una mano santa, a la suerte asomaría poco a poco, cada una de las cartas que serían cantadas. Y en cada oportunidad exhibida, entre risas nerviosas y miradas de asombro, esperaban los jugadores el momento de que alguien gritara con todas las fuerzas de su alma: ¡lotería!; después vendría el alegato: gané en cuadro chico, en cuadro grande o en diagonal; y una vez comprobado el resultado, al paso de las miradas incrédulas, el ganador o ganadora con gran emoción y sobresalto recogía el premio; a veces eran 30, 40, 50 y hasta 80 pesos, aparentemente nada, pero, en aquel tiempo representaba una buena ganancia. Mas habría siempre de tomarse en cuenta, que, en ese entonces, los juegos de azar con apuestas de dinero, eran materia de delito municipal, de ahí que, todos apuraban el seguimiento del juego, para tener el mayor número de tendidas y la oportunidad de no irse con las manos vacías; porque llegada la hora del rondín policíaco, este, encontrara vacío aquel maravilloso lugar, donde se reunían todos los vecinos a jugar, porque en aquel tiempo, la televisión todavía tardaría en llegar al pueblo.
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