Era como un dulce para un niño, un premio, una forma amable de sentirse bien consigo mismo; pero ¿qué acaso el dulce premio se da cuando el comportamiento del niño es el correcto? Aquél que pone en evidencia una educación en valores como la obediencia, la responsabilidad, la solidaridad; así se espera que sea, más, si el merecimiento se estima por otra vía, por aquello que no siendo muy evidente, obliga al cuerpo por una necesidad fisiológica a consentirse gratificado por una experiencia liberadora de dopamina, neurotransmisor del Sistema Nervioso Central que regula diversas funciones como la conducta motora, la emotividad y la afectividad, que  fuera del contexto de lo correcto, por una sociedad que finge, la mayoría de las veces, tener todo bajo control y resulta todo lo contrario, al menos, en los estratos donde el yo quiero, el yo puedo, resulta ser un valor aparte y exclusivo que les permite estar sobre lo establecido como correcto.

Lo anterior sirve como marco de referencia del caso que nos ocupa y que presentaba un estresado paciente que recibió, según decía, una educación tan rígida en lo moral, que el pecar con el pensamiento se traducía como una condena a cadena perpetua, y buscando un alivio para su malestar, deseaba conocer mi opinión, aunque a mí me pareciera que buscaba una justificación, por eso me propuse a escuchar sus argumentos con mucha atención y respeto, guardando para mí, conceptos que pudieran evidenciar desacuerdos, porque tenía yo como prioridad velar por su salud mental, por el hecho de significar una acción de aparente complejidad que a mi juicio, tenía en realidad una solución, ya que su fisiología esta dentro de los temas de mi noble profesión, de ahí que el hecho de considerarlo propio de una necesidad de su ser, requería ésta de una solución para su alivio, para que los efectos benéficos de la dopamina, le hicieran sentir una prudente satisfacción aceptada por la ciencia médica, sin requerir de un juicio moral  que lo hiciera sentirse un pecador; pero veamos qué era lo que tanto le preocupaba: Mis padres, dijo el paciente, fueron muy estrictos en cuanto al comportamiento de sus hijos, nos dieron una educación ejemplar apegada con extremo a la moral, y por qué no reconocerlo, también recibiendo una importante influencia del estricto cumplimiento de las normas eclesiásticas, de tal manera, que acciones como las de mirar directamente a los ojos a otra persona podría traducirse en una intensión insana y ofender al prójimo, lo mismo ocurría con el lenguaje, éste debería ser impecable, alejado de insinuaciones o falsas interpretaciones; mucho más delicado era el hecho de exagerar un saludo, un abrazo o un beso en la mejilla. Al escuchar lo anterior, pude suponer, que el mayor “pecado” del paciente había sido el de haber dejado que la dopamina hiciera algunos de sus múltiples efectos sobre la relajación de su tensión, al bajar su estrés; el de permitirse también ser atraído sexualmente y extender los lazos de la socialización para estrechar la mano, dar un abrazo efusivo o dar un beso; y si así fue, me dio la facultad sin faltar a mi ética profesional de explicarle, que esos espontáneos cambios de conducta, tenía un origen bioquímico y que eran normales, no requiriendo por ello el sentir remordimiento o vergüenza, que amargara su buen estado de ánimo momentáneo por efecto del mencionado neurotransmisor que activa el circuito de la recompensa y que está muy ligado al amor, agregué al comentario que no habiendo una conciencia tendenciosa a la generación de hacer mal a otras personas, debería recibir con beneplácito es destello de felicidad, que por cierto también mejora el sistema inmunológico.

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