Y empecé a correr entre los naranjos de aquel huerto, que de niño me parecía ser tan grande, que mi vista llegaba hasta la línea del horizonte que estaba ante mis ojos, iba brincando surcos, y en ocasiones tropezaba, cayendo al suelo, viendo tan de cerca lo que mis pies descalzos pisaban, respirando el vapor de aquella tierra que se resistía a despedir el rocío de la madrugada, que como fina manta cubría sutilmente la superficie que esperaba al cálido viento vespertino para cambiar de rumbo, para cambiar de destino, por aquel camino de la infancia.

Y cuando los rayos del sol habían terminado de secar la tierra, sediento el astro rey, buscaba en mi piel el agua que emanaba de mi cuerpo, cuando veloz corría e iba escapando de su encuentro, para no terminar con la misma sed que alimentaba la fe, y con ello la esperanza de volver, para que el generoso rocío que caía del cielo, bañara el verde follaje de los naranjos de aquel maravilloso huerto del abuelo.

Y antes de que mi piel cambiara de color, y de ser tersa se agrietara, encontraba el refugio perfecto de lo que, para mi mágica ilusión, era un enorme parasol, en el espacio que existía entre tierra y el árbol protector, e igual esperaba el viento vespertino, para que me arrullara y así poder soñar que estaba en el más hermoso paraíso.

Y al despertar, antes de caer la noche, contemplando aún el azul del cielo, daba gracias a Dios por aquel desvelo que forjaba en mí al hombre del mañana, amante de la naturaleza hermana, dejando impresa,  como testigo, la grácil figura, de un niño que soñaba, que de sus pies y de sus manos crecían raíces y ramas para convertirse en un árbol de naranjo.

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