Quiero llenar mis días de energía, con las risas de los niños, con sus juegos y sus inocentes felices ocurrencias.
Quiero que la única prisa que me asalte, sea la de ir al encuentro de lo bello, de la paz y de la armonía de una tarde en una banca de una plaza, antes de caer la noche, disfrutando de la amena charla del mejor de mis amigos.
Quiero sentir el liviano peso que aporta la alegría de poder hacer planes, para sacarle el mejor provecho al resto de mi vida.
Quiero acabar de romper con las rutinas que me atan, al desgaste cotidiano de una ruta extraviada, en la cultura de ser como todo ser humano asalariado, resignado por la inamovible conducta de llegar a viejo y no estar desamparado.
Quiero poder decir no cuando algo no me gusta, sin tener la terrible culpa, de sentir con ello, que ofendo a mis hermanos y compañeros de faenas.
Quiero dejarme consentir por la verdad, por la honradez de los hechos y la solidez de las palabras que convierten la esperanza en realidad, y no sólo en la promesa vana, que de tanto repetirse, va agrietando en forma acelerada la unidad de la estructura universal.
Quiero de querer, que me quieran como soy, así, como me quiere el Creador, con un amor incondicional, con la opción de renacer ante cualquier quebranto que amenace a mi alma perder, sintiéndome digno de merecer el verdadero perdón, el que nace de un corazón consciente, de que siendo impuro, puede alcanzar la redención, por un acto de misericordia del que jamás juzgó a alguien que es muy suyo.
Quiero de poder querer, que no se me vaya la inspiración en puro pensar en ello, que mi naturaleza divina no se esfume por el miedo de sentirme humano.

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