En tiempos donde la desconfianza ciudadana hacia la política es creciente, urge hacernos una pregunta de fondo: ¿quiénes nos representan realmente? Y más aún, ¿con qué preparación, formación y responsabilidad están ejerciendo el poder?

En México, y en muchos rincones de América Latina, la política ha sido por años un espacio donde prevalecen las cuotas de poder y el oportunismo sobre la preparación, la experiencia y el compromiso social. No es raro ver cómo personas sin trayectoria ni formación alguna en temas públicos, acceden a cargos de alta responsabilidad en cabildos, congresos locales, el Senado o la Cámara de Diputados.

Esta carencia de profesionalización en la política no es un asunto menor ni anecdótico, es en muchos casos, la raíz de decisiones públicas mal planeadas, programas fallidos y reformas que terminan perjudicando más de lo que solucionan.

Cuando el acceso al poder se determina más por la cercanía con un partido, amistades personales, compadrazgos o repartos de cuotas políticas, que por la preparación, la trayectoria o la vocación de servicio, el resultado es inevitable: la improvisación se instala en los espacios donde se toman decisiones cruciales para la ciudadanía. Y ese costo no lo paga quien ocupa el cargo, lo paga la sociedad entera.

La profesionalización política no debe confundirse con elitismo, no se trata de exigir títulos universitarios para gobernar, sino de promover que quienes ocupen cargos públicos cuenten con la formación, el conocimiento técnico, la sensibilidad social y la experiencia para ejercer su función con responsabilidad y empatía, y sí, también con vocación.

Desde mi experiencia en el ámbito político, he sido testigo del impacto que tiene un liderazgo bien preparado frente a uno que improvisa: en la manera de legislar, en cómo se escuchan a los ciudadanos, en cómo se resuelven problemas complejos con visión de largo plazo. La diferencia no es estética: es estructural.

Apostemos por una clase política preparada, ética, empática y profesional.

Así como nadie confiaría en un médico que nunca estudió medicina, tampoco deberíamos aceptar que se legisle o se administre un municipio, un Estado o una nación sin el más mínimo conocimiento del derecho, la administración pública, las finanzas, el desarrollo social o la planeación educativa.

Además, profesionalizar la política también implica formar equipos técnicos, promover la rendición de cuentas, eliminar el nepotismo y garantizar el acceso a cargos públicos en condiciones de equidad y meritocracia, es urgente que las y los diputados, senadores, presidentes municipales y funcionarios comprendan que su encargo no es un botín, sino una responsabilidad frente al pueblo.

Los retos que enfrenta México —en salud, seguridad, educación, economía y medio ambiente— no se resuelven con ocurrencias ni frases vacías. Se resuelven con conocimiento, preparación, y sobre todo, voluntad de servir por encima de intereses partidistas o personales.

Porque no se trata solo de ocupar un cargo: se trata de honrarlo con capacidad, integridad y vocación de servicio. Solo así construiremos una política que no divida, que no discrimine y que trabaje en serio por el bien común.
Una democracia sólida se construye con ciudadanos informados y representantes capaces.

La profesionalización de la política no puede seguir siendo opcional. Es hora de exigir perfiles con formación, compromiso ético y visión de futuro en todos los niveles de gobierno. Solo así será posible avanzar hacia un ejercicio público digno, efectivo y verdaderamente representativo.