En lo más recóndito de mi mente, se encuentra el recuerdo del apacible arroyo de mi feliz infancia, aquél que se encontraba entre la nada, limitado sí, por algunas propiedades pertenecientes a reconocidos personajes de tan amado pueblo.
El paraje donde se encontraba el afluente, era semejante a un oasis; a la distancia, se podía apreciar el hermoso carrizal en un tono verde tierno, algunos carrizos, los más altos diría y tal vez por ello fueran también los más viejos, estaban abrazados por una funda gruesa, áspera y de color dorado; y conforme me iba acercando a aquel lugar maravilloso, mis oídos se deleitaban con el sonido del roce por donde circulaba a velocidad media su límpido caudal.
Introducirse entre el carrizal no era fácil, a pesar de mi menuda estatura, lo digo por mi edad de entonces, había pues, que abrirse camino con los brazos desnudos, soportando el ríspido roce de las cortezas, a veces tiernas a veces secas, y ante el impedimento de poder avanzar, cantearse de lado o arrastrase era la opción; pero nada impedía que decayera el ánimo hasta llegar a la diminuta playa de sedimento y barro que se anticipaba al bode de la ribera del arroyo mágico.
Tirarse de espalda, una vez que mis pies descalzos se refrescaran en el agua fresca, mirar cómo los rayos del sol de mediodía se filtraban entre las varas y las hojas de aquella natural y firme empalizada, tratando también de explicarme por qué me encontraba ahí, sintiendo aquella paz envidiable, deleitándome con aquella inolvidable melodía interpretada magistralmente por la naturaleza, pensando que si permanecía el tiempo suficiente en aquel vital ambiente conformado por el aire, el agua y la tierra, sentiría de pronto cómo de mi cuerpo saldrían vigorosas raíces para integrarme a tan sublime universo.
Ahora puedo decir que yo soy tierra, soy agua, soy aire, soy producto de la creación de Dios Padre, del amor y la palabra de su hijo Jesucristo, soy parte del Espíritu Santo que alimenta, cuida y sana
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