La fragilidad es una característica que siempre está presente en las relaciones humanas, y para nuestro asombro, una relación sólida, firme y duradera no depende exclusivamente del amor, porque el amor que nos profesamos los seres humanos, a todas vistas es inmaduro, voluble y egoísta; de ahí la insistencia de que para que una relación se consolide y sea indestructible, requiere del conocimiento e inclusión de una doctrina basada en el verdadero amor.
Para cuando el hombre contemporáneo inicia su conocimiento del cristianismo, ya ha adquirido una serie de valores que se oponen a la asimilación del mismo, de ahí que empieza a cuestionar su naturaleza divina, porque lo que antecede a su relación con Cristo, es lo que concibe como realidad, esto, porque la puede ver y palpar, de ahí que parece no conformarse con los hechos históricos que le son transmitidos a través de los discípulos o de los misioneros cristianos, cuya fe ya no se puede poner en tela de duda.
Frágiles son las relaciones entre padres e hijos, entre hermanos, entre conyugues, entre abuelos y nietos, porque la aparente solidez pende del delgado hilo de la falta de fe, que no permite una entrega desinteresada, transparente, pura, porque los límites de lo mío, lo tuyo y lo nuestro están bien marcados y quien infrinja las normas establecidas de la buena convivencia tendrá que atenerse a un rompimiento afectivo que en ocasiones puede extenderse hasta el fin de sus días.
Lo más cercano al amor de Cristo es el amor de una madre por sus hijos, pero siendo criaturas terrenas que desconocen su naturaleza divina, vulnera el amor con las primeras heridas infringidas por la insensatez, producto de la inmadurez espiritual de la que todos adolecemos.
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