Apenas el aire ligero del ocaso, toca suavemente las hojas del árbol de la vida, éstas, en un sutil y armónico vaivén, parecen despedirse de la claridad del sol que tristemente anuncia su partida, y yo, con la mirada perdida dentro de mí, evoco mis recuerdos tan preciados, aquellos que tanto disfruté contigo a la luz del día.
Y abro lentamente mis ojos de niño tan mimado, para encontrarme con la luz que emana de la madre mía, y enamorado de tan singular belleza, de su ternura infinita, descubro inocentemente apasionado, que el resplandor que ilumina su grácil figura, proviene de la fuente del agua viva, de donde emerge el amor del Dios, que a los dos nos cuida.
Y ella toca mi mano como toco yo la suya, y de pronto, me siento impulsado, y me elevo entre sus brazos para llegar al cielo y tocar también su cara angelical, y abrazarme también a su albo cuello, hasta acercar mis pequeños labios, para sentir con ellos, la suavidad de la piel de su rosadas mejillas tan amadas.
Y extasiado, veo en sus divinos ojos, reflejada mi infantil figura, y totalmente embelesado, le pregunto: ¿Eres tú mi Dios, o estoy soñando? Y ella me confirma con la más hermosa de sus sonrisas. Y le digo con suave voz que se pierde en sus cabellos: Madre, yo no tengo prisa por llegar al paraíso, porque el paraíso eres tú, y ambos estamos aquí y ahora tan bien acompañados, por Jesús nuestro Señor y salvador tan amado.
Apenas el aire ligero del ocaso llega hasta mí, para mover mi alma inquieta por estar mi cuerpo físico enclaustrado, está vivamente desesperada, busca salir, para ir hacia ti, para pedirte que me des del agua de la fuente viva de tu amor, del amor que sólo he encontrado en Dios y en ti.
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