Siempre fue mi deseo y mi ilusión formar una familia. Sabía cuánto había que invertir para lograrlo, pero entendía por mi propia vivencia, lo trascendente que es crecer rodeado del amparo y la protección de una.

No, no era miedo a quedarme sola. Disfrutaba enormemente todo lo que había alcanzado profesionalmente hablando. Me sentía plena, independiente, realizada.

Tampoco necesitaba un hombre a mi lado de forma obsesiva, ni mucho menos. Era algo que tenía idealizado. Lo soñaba y me preguntaba cuál sería realmente el destino que tomarían mis años en lo porvenir sino se concretaba.

Una noche, después de una reunión muy exitosa que abría posibilidades de introducirme más comprometidamente en actividades de índole político, regresé a casa tan emocionada, con tantas cosas que compartir, que solo quería abrazar a mi hermana con quien vivía en aquellos años.

Oh sorpresa. Al abrir la puerta, todo estaba obscuro y en silencio. Recordé que, con motivo de sus vacaciones escolares, había salido a visitar a mis papás a Nayarit.

Apenas puse el seguro, sin prender la luz, sin saber realmente que me pasaba, empecé a sentir cómo poco a poco se fueron llenando mis ojos de lágrimas y me dejé caer al piso sintiendo la urgencia de tener a mi lado a alguien con quien compartir tantas emociones contenidas.

Empecé a tomar conciencia de lo que estaba viviendo. Tenía todo. El futuro se presentaba prometedor, disfrutaba a plenitud mi carrera y, sin embargo, la necesidad de sentirme acompañada y con la posibilidad de ser escuchada se hizo presente, como en muchos años no la había sentido.

Me pregunté ¿a dónde voy? ¿para qué me esfuerzo tanto? ¿Qué sentido adquiere todo mi hacer, cuando no basta vivir hacia fuera con reconocimiento y validación y venir a reencontrarme con mi constante reclamo, inconsciente tal vez, de mi necesidad de trascender a mí misma en la materialización de un hijo, en la formación de una familia?

En medio de esa soledad que quema, oré con fe, clamando a Dios el milagro.

Dios me escuchó. Dejé atrás todo. Mi vida dio un giro de 380 grados. Me concentré en construir una familia sólida pese a todos los contratiempos.

Han pasado 34 años desde entonces, y al ver el mundo de confusiones que viven actualmente las parejas recién casadas para asumir el compromiso adquirido, y el poco aguante que tienen para enfrentar los problemas propios de una relación de pareja, me pregunto ¿valió la pena dejar todo? ¿Realmente para que sirve tener una familia?

He de confesarles que formar mi familia fue mi mejor decisión, aunque he de reconocer que la familia no se forma como arte de magia, con el “si, acepto” dicho ante el altar y vámonos a vivir una constante luna de miel. No. Requiere de algo más que la simple ilusión del noviazgo y mucha fortaleza para asumir el costo de la realidad que transfigura el amor con el paso de los años.

Dia a día, minuto a minuto, con la mayor voluntad y con toda la capacidad de entrega y sacrificio, dos personas desconocidas renuncian a sí mismas de la manera más digna, para desdoblarse en un renacer cotidiano, en algo superior que mezcla lo mejor y lo peor de sus historias pasadas, para convertirlas en la posibilidad de darle forma a un sueño idealizado, que nos ofrece un resultado inesperado, trascendente, que combina las virtudes y los graves errores de la convivencia diaria. La mejor obra de arte, que se manifiesta en lo más sublime que viene a darle sentido a la vida, al encontrar motivos suficientes cada segundo que se respira, y que apenas nos permite darnos cuenta de cómo transcurren los días.

La familia supera al egoísmo individualizado, para conformar un objetivo común. Requiere de madurez, de visión de futuro, de trabajo en equipo. De resolver todo, sin tomar nada personal. De asumir responsabilidad compartida, de mucha capacidad de perdón.

Por otra parte, reconozco y admiro a la mujer que hoy en día decide por voluntad propia, dedicar su vida a alcanzar sus objetivos profesionales, dejando de lado la posibilidad de formar una familia. Es una decisión muy personal. Muy respetable.

Michael Levine, reconocido escritor y conferencista norteamericano en una de sus disertaciones ante jóvenes, les dijo: “Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener un piano, no lo vuelve pianista”.

Es notorio cómo ha evolucionado el concepto y el papel de la familia en nuestra sociedad. Los índices de divorcios crecen en todo el mundo. No hay voluntad para superar los desacuerdos.

Ha perdido sustancia y da lo mismo tener o no tener hijos para separarse y correr a establecer nuevas relaciones.

Se ignora el costo de abandonar lo propio, para ir a cobijar lo ajeno.

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