Como narra Rubén Darío en su Canción de Otoño en Primavera el recuerdo pleno de nostalgia de la evolución de sus amores vividos, de pronto volví mis pasos a aquellos días de mi juventud, donde la relación entre parejas de adolescentes enamorados, de amistad y camaradería, pintaba de ilusión y entusiasmo todo lo que me rodeaba. 

Era una convivencia que me permitía establecer vínculos emocionales estables y satisfactorios que me llenaban de confianza en mí misma, en un ambiente de respeto y mucho aprendizaje ante los nuevos compromisos que me imponía el acercarme al mundo de los adultos. 

“Hablando de los novios, nos amanecemos”, decía mi madre, cuando se quejaba cuestionando las horas interminables de cuchicheos entre mis hermanas y yo. “Para subirse a la rama, -nos aconsejaba por otra parte mi abuelita- hay que ver primero el tronco que la sostiene”, sugiriendo que nos fijáramos bien antes de enamorarnos, en la familia de nuestro galán. Así aprendí el camino para formar mi familia. 

En medio de sentimientos encontrados y emociones intensas, de enojos y reconciliaciones, de risas y llantos provocados por amores reales o imaginados;muchas veces construí castillos de arena que apenas lograban sobrevivir al cambio de la estación que los cobijaba. Poco a poco aprendí a relacionarme con una pareja, despacito empecé a visualizar cuán necesario era vivir esa experiencia, en aquellos momentos, con aquella inocencia de intentar acercarme a algo que me atraía, que me inquietaba. 

Ponía todos mis sentidos en descubrirme y aceptarme como un ser necesitado de atenciones y amor, y empecé a disfrutar el sentirme amada y aceptada por una persona del sexo opuesto. Me enamoré, con ese primer amor que a todos nos abrió la puerta al mundo de lo mágico, del ensueño, de vivir pensando en la persona amada, que se presentaba idealizada y maravillosa y que me hacía sentir capaz de conquistar el mundo. 

Contaba las horas para verle, para conversar con él, de reunirnos para ir al cine, para tomar un café; ilusionada pasaba horas frente al espejo para decidir que vestido ponerme o qué tipo de maquillaje combinaba mejor. El deseo de agradar era imperante.  Planeaba todo con la urgencia de concluir las tareas cotidianas lo más rápido posible, sin descuidar los deberes escolares, para verle a los ojos, para tomar su mano, para sentirle cerca. 

Cuántos jóvenes hoy en día viven la necesidad de intentar formar una familia, sin apenas tener la oportunidad del encuentro casual, del acercamiento cotidiano, de la convivencia frecuente que devela el enamoramiento del mejor amigo. ¿Cómo elegir pareja en medio del distanciamiento social, sin que se permitan vivir y compartir sus proyectos de vida, sin que identifiquen sus afinidades y sus diferencias? 

Estamos inmersos en una transformación cultural que echa por tierra usos y costumbres, valores y tradiciones en un afán globalizador, que enaltece la mezcla del pensamiento universal válido para todo el género humano, no solo en lo referente a una nueva forma de aprender y de pensar, sino en la manera de establecer relaciones y construir lazos de unión, de tender vínculos emocionales, que lejos está de ser una moda, sino que, a raíz de la pandemia, ha establecido una presencia constante sin poder visualizar aún sus alcances. 

Un factor determinante de su éxito es la incorporación de los avances tecnológicos en la vida cotidiana. La sociedad se halla ante un supuesto nuevo reto: integrar las nuevas tecnologías a los viejos sistemas de comunicación. Así hoy en día se pueden utilizar móviles, ordenadores, redes sociales, internet, plataformas que permiten encontrar pareja, amigos, gente con quien coincidir y al igual que cuando surgieron la escritura, la imprenta, el telégrafo, la radio o la televisión, también necesariamente terminará adaptándose a ellos. 

Lo que no podemos olvidar o dejar de lado, es que las relaciones sociales cercanas son necesarias, indispensables para la salud física, mental y emocional del ser humano y especialmente de los jóvenes, el contacto y la calidez que les distingue no pueden sustituirse tan solo con el uso frio y distante de las nuevas tecnologías, las consecuencias de ello aún son difíciles de imaginar.  

Habrá que intentar al menos, conservar la parte esencial que nos distingue en la convivencia inevitable con la tecnología. Un abrazo, un beso, una caricia jamás dejarán de extrañarse. 

“Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro y a veces lloro sin querer”: Rubén Darío. 

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