Hay cosas en la vida, que siendo aparentemente cortas, dejan grandes y vivos recuerdos que se convierten en el alimento esencial para nutrir el alma; situaciones extraordinarias, donde el Espíritu Divino interviene para hacer del tiempo una apreciación tan flexible, donde unas pocas horas parecieran años, esto, con el fin de que las personas podamos entender que no importa la  duración del evento, sino la calidad del momento y que dejará una eterna sensación de satisfacción por lo vivido, generando una respuesta de eterna gratitud a nuestro Creador.

Ni muchos momentos, ni tan pocos, sencillamente los que se requerían para despertar de la anhelante y angustiosa idea de que la felicidad es un estado emocional tan escaso, que requiere de una continua búsqueda dentro de un espacio vacío y un tiempo determinado; pero, cuánto tiempo tardamos en darnos cuenta que la felicidad siempre ha estado al alcance de nuestras manos y no la vemos, debido a que siempre existe el reclamo de nuestra mente por todo aquello que nos ha causado dolor o sufrimiento.

Qué acaso una caricia, un beso, un abrazo de nuestra madre no es suficiente para agradecerle a Dios el haber tenido la dicha de sembrar nuestro ser  en el fecundo vientre de nuestra progenitora, en la confianza de que en ese claustro amoroso, la imagen y semejanza irían evidenciando su presencia ante la humanidad. Acaso una mirada compasiva de nuestro padre tratando de que aquel fruto de su amor de aparente debilidad e indefensión, se desarrollara en capacidad y fuerza suficiente para enfrentar retos cuyos logros colmaban de felicidad sin perder la noción de nuestra dualidad humana y divina. Acaso el gesto solidario del hermano mayor que le obsequia tiempo y esfuerzo al menor para hacerlo sentir más seguro. Acaso la desinteresada entrega del amigo sincero, que consuela en la tristeza y festeja en las victorias, es una muestra de que la felicidad está en todos y es para todos.

Nunca desestimes los momentos, donde la misericordia de Jesús cobra vida en la humanidad, al mostrar el verdadero rostro de amor, que se traduce en felicidad.

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