Hoy recordé con cariño una de mis maestras que sostenía que la educación se mamaba, que no se podía adquirir solo con los libros que, si bien apoyaban nuestra formación, eran nuestros padres los que transmitían los valores e instalaban en nosotros los buenos hábitos, siempre en el seno de la familia.
Sin temor a equivocarme, creo que la esencia de la convivencia en casa fue el respeto. Aprendí a valorar y a respetar a cada uno de mis hermanos; la importancia de reconocer sus espacios y sus sentimientos; sus gustos y sus sueños. Jugando y peleando y dando a cada quien lo que por derecho correspondía, aprendimos a vivir en armonía y a disfrutarnos identificando nuestras diferencias.
Nos inculcaron el amor por nuestra familia. Era un sentimiento que guiaba la mayor parte de nuestras acciones. “Quiéranse y apóyense como hermanos, allá afuera está la lucha”, nos repetía papá cuando veía que nos peleábamos por cualquier cosa sin importancia, en momentos en que de repente aparecía la fortaleza de carácter de cualquiera de nosotros.
El amor, era un sentimiento que guiaba la mayor parte de nuestras acciones. El amor que vi reflejado en la paciencia, frente al enojo; el amor vivido en la ternura de las atenciones para el enfermo. El amor siempre presente en los momentos de confusión y reflexión interna. El amor en la comprensión de los errores. El amor lo que hacía que permaneciéramos unidos reconociendo lo que nos daba identidad propia.
Aprendimos de mi padre el valor del trabajo callado, honesto; de su propia grandeza, alcanzada en su lucha sin tregua de salir a ganarse la vida, desde antes de que despuntara el sol y hasta que caía la noche. Apreciamos su gusto por cumplir con el deber de proveer lo necesario para que no faltara nada en el hogar, y la enorme satisfacción de vernos crecer día a día en medio de un ambiente provisto de tantas cosas valiosas que no tenían precio. Poniendo todo su esfuerzo y su corazón entero en alcanzar más que riquezas materiales, satisfacciones en las grandes realizaciones.
Lugar especial en mis recuerdos es el contacto con la naturaleza. El acompañar a mi padre en sus quehaceres cotidianos y disfrutar del aire y del sol en medio de un campo verde con matices amarillos y el sonido siempre añorado del correr del agua en aquella acequia que cruzaba los plantíos de alfalfa, papa, calabaza, jitomate o pepino, dependiendo de la temporada.
Lo veía sembrando o cosechando y ahora sé que había una comunión entre la Naturaleza y su trabajo. Conocía a fondo en qué momento había que poner la semilla en la tierra, cuándo regarla o limpiarla del zacate que de pronto la rodeaba. La naturaleza hablaba y mi padre la escuchaba. La sabía su aliada, era ella la que proveía no solo del alimento, sino de todo lo necesario para su familia.
Tantos valores cuestionados hoy en día. Muchos de ellos se han perdido ante la embestida de nuevas formas de ver la vida y quizás una de las instituciones que más han sido afectadas por la globalización cultural, ha sido la familia en México, receptora de un sinfín de mensajes publicitarios que transmiten los medios de comunicación, principalmente la televisión comercial.
La invitación a formar parte de una sociedad altamente globalizada, consumidora y masificada, cuestiona a diario nuestros valores familiares, pone en tela de juicio lo funcional que resultan y actualmente los califican de anticuados y caducos. Ser responsable y cortés, honesto y amable, amoroso y puntual, en muchas ocasiones es motivo de mofa.
Hoy la honestidad más que un valor se ve como un defecto, como algo caduco, y tristemente podemos ver todos los días, cotidianamente la denuncia de hechos de corrupción que todo lo han contaminado. Hoy la honestidad ha sido sustituida por la transa y el engaño disfrazado y ya muy pocos sabemos lo que implica ser honestos con nosotros mismos.
Nuestra sociedad está en riesgo por los excesos de la ambición. Nos ha invadido el materialismo y la búsqueda incansable de riqueza y poder ha hecho que la felicidad del ser humano pase a segundo plano. Ya no sabemos que comemos, la manipulación de la posverdad nos lleva al límite de la razón. Estamos perdiendo el rumbo y la naturaleza nos lo advierte cada amanecer.
Es tiempo de nuevos aprendizajes, no lo dudo. Pero en estos momentos de nostalgia no dejo de pensar, como dijo el poeta Don Jorge Manrique, “que todo tiempo pasado, fue mejor”.
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