Observé extasiado en primavera, las verdes y tiernas hojas de los árboles más preciados, aquellos que encontré por el camino de mi andar continuo, al paso de los minutos, de los días y de los años de mi vida que ya se han marchado; árboles que me vieron ir y venir, y que yo contemplé siempre con admiración al sentirlos bien plantados; estaban ahí, como esperándome a mi paso, saludándome tal vez, o despidiéndome, en mi retorno al punto de partida.
Observé maravillado todo lo bueno que me ocurría, y con azoro, aquello que me tenía preocupado; pero siempre, al final, al caer la noche, al terminar el día, cuando todo se iba calmando, allá cuando oscurecía y en mi interior sentía, cómo mi inquieto espíritu se preguntaba, si aún afuera seguía mi exterior brillando, si seguía vivo, si el día seguía alimentado por otros muchos pasos, por otras muchas voces de variado tono, por muchas otras miradas como la mía, que no dejaba de buscar mientras seguía caminando, aquella luz de felicidad de infinita intensidad, de la eterna esperanza, del camino sin fin, de la eternidad misma, que a todos nos da refugio y paz.
Cómo quisiera que a mi paso, los árboles con sus hojas vivas y la ternura que contagia en primavera, los minutos, los días y los años, fueran todos mi eterno caminar de luz, y que al llegar la noche, llenaran de armonía a mi espíritu, para que deje de inquietarse, al sentir, que mi alegría, por la fatiga de la nada, por los sueños destellantes y confusos, por el titubeante andar de la incertidumbre de un entorno desafiante, pero sobre todo, por no ver en tu mirada, el mismo amor con el que iluminaste lo más oscuro de mi vida, para que no siguiera extraviado en mi locura.
En una mirada tuya mi Señor, quiero ver el amor reflejado en los ojos de mi amada, antes de que mi espíritu abandone para siempre su morada.
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