“No es normal” (2021), estudio de Viri Ríos sobre las condiciones que sostienen la pasmosa desigualdad que padecemos. Desde las tribus, nuestra élite política y económica se empeña en imponer un sistema destinado a protegerse a sí misma. Es tan difícil dejar de ser pobre como dejar de ser rico. Somos una nación desigual. López ganó en 2018 porque hizo parte central de su discurso la oprobiosa realidad. Por desgracia, su diagnóstico deriva en escasas medidas que han contribuido a revertirla y muchas la dejan intacta o incluso acentuado.

Ríos revela que, pese a su defensa a ultranza del mercado y su dócil adopción del neoliberalismo, nuestras élites son alérgicas a la competencia. Buena parte de las empresas más grandes de hace 20 o 30 años siguen siendo las mismas, signo de nuestra inmovilidad. Ello se debe a las reglas pensadas para evitar que surjan competidores capaces de desbancar a quienes ocupan lugar monopólico o privilegiado en el mercado, lo que perjudica a los más pobres que deben pagar altos precios. Nuestra desigualdad se refleja en la disparidad de trato entre las empresas grandes y las pequeñas o en la manera como los bancos, otros consentidos del sistema, obtienen ganancias escandalosamente altas.

En segundo lugar, muestra cómo nuestra normatividad laboral opera a favor de las grandes empresas y en detrimento de los trabajadores, quienes reciben salarios y utilidades por debajo del promedio en el mundo. El argumento de que aumentar los sueldos va en detrimento de la economía o que los trabajadores son ineficaces o mal calificados, es otra falacia para preservar la injusticia. Peores es la condición del campesino; no cuentan siquiera con los mínimos beneficios de los obreros.

En la tercera parte de “No es normal”, aparece uno de los centros neurálgicos del problema: la manera como nuestras élites crearon un modelo fiscal para favorecer a las personas de ingresos altos, quienes pagan tasas mucho menores y cuentan con infinitos mecanismos para evadir impuestos. Una recaudación proporcional, así como la necesidad de imponer importantes impuestos a la herencia no solo son parte crucial de la agenda central de la izquierda, sino una de las pocas políticas públicas que en efecto reducen la desigualdad. No deja de sorprender que López se resista tanto a aumentar los impuestos a los más ricos, prefiriendo dirigir sus ataques a la clase media, pequeñísima en comparación con el tamaño de nuestra economía o con recortes públicos que afectan justo a los más pobres.

En su tercio final, se ocupa de la corrupción, más alta de lo que se cree, en el gasto social y de las desigualdades derivadas del género o el color de la piel: otras de nuestras lacras estructurales. El panorama que deja es desolador y más si se suma la absoluta ausencia de Estado de derecho, que ayuda a los más poderosos. Y todo ello porque nuestros políticos del pasado como, por desgracia, del presente, se mantienen, casi sin excepciones, al servicio de esas mismas élites a las que pertenecen o ansían pertenecer.