La inseguridad en México dejó de ser una cifra para convertirse en una condición de vida, aunque el gobierno federal insiste en maquillar datos, cambiar metodologías o minimizar tragedias, hay algo que no puede ocultar: la realidad que la ciudadanía vive todos los días. Quienes salimos a las calles, quienes escuchamos a nuestras comunidades, quienes conocemos a víctimas directas o indirectas, sabemos que el país atraviesa una de sus etapas más violentas en décadas.
Las cifras, incluso las oficiales —esas que el propio gobierno intenta suavizar—, son alarmantes. México cerró 2023 con más de 29,600 homicidios dolosos, manteniéndose por quinto año consecutivo en niveles superiores a los 30 mil asesinatos anuales. En lo que va del sexenio, el país ya acumula más de 185 mil homicidios, la cifra más alta para un periodo presidencial. A esto se suma que México rebasó las 114 mil personas desaparecidas, un drama que ninguna estrategia ha logrado detener.
Y mientras tanto, la violencia toca todos los sectores, funcionarios asesinados, madres buscadoras, que arriesgan su vida cada día ante la indiferencia institucional, comunidades secuestradas por el miedo, donde salir a trabajar, estudiar o simplemente vivir se convierte en un acto de riesgo.
Porque la inseguridad no solo quita vidas, también destruye economías, paraliza escuelas, impide actividades deportivas y culturales, frena inversiones y rompe comunidades enteras. La violencia condiciona el futuro del país y erosiona la esperanza de millones.
Hay algo que debe quedar claro: cada gobierno debe responder por lo que ocurre durante su propio mandato, no es válido, ni ético, que quienes hoy gobiernan sigan culpando a administraciones pasadas para justificar su incapacidad presente. Quienes aspiraron a un cargo —municipal, estatal o federal— lo hicieron sabiendo perfectamente el contexto, los retos y el nivel de inseguridad del territorio que buscaban gobernar. Prometieron soluciones, no excusas.
Hoy deben asumir su responsabilidad completa en la violencia que creció bajo su gestión, en los territorios perdidos ante el crimen organizado y en las vidas que no pudieron —o no quisieron— proteger. La responsabilidad de gobernar implica enfrentar la realidad, no evadirla.
Por más que se quieran ajustar cifras, cambiar metodologías o saturar el discurso con triunfalismos vacíos, la violencia está ahí, a la vista de todos.
La viven quienes tienen que abandonar sus hogares.
La sufren quienes pagan extorsión para poder trabajar.
La enfrentan estudiantes que cruzan zonas controladas por grupos criminales.
La lloran madres, familias, comunidades completas.
La seguridad pública no puede basarse en discursos, en abrazos simbólicos ni en culpar al pasado. México necesita instituciones que funcionen, policías capacitadas, ministerios públicos que investiguen, gobiernos que no pacten con grupos criminales y autoridades capaces de recuperar territorios que hoy están secuestrados por la violencia.
Porque un país sin seguridad no puede avanzar.
Un país con miedo no puede prosperar.
Un país donde la vida vale tan poco no puede hablar de transformación.
México merece paz. Pero esa paz no llegará mientras el gobierno prefiera ocultar cifras en vez de enfrentar la realidad, justificar fracasos en vez de asumir su deber y mantener un discurso triunfalista mientras la nación se desangra. La seguridad debe ser prioridad, no propaganda.