Las primeras gotas de lluvia de esa tarde de verano, empezaron a  caer sobre el extenso techo de lámina de la casa grande; salí presuroso a la calle con la finalidad de comprobar si aquel constante retumbar terminaría siendo un verdadero chubasco, pero antes de mirar el maravilloso azul del cielo que siempre embellecía  el paisaje de aquel paraíso terrenal, aspiré el vapor que emanaba de aquel tramo de la cinta asfáltica que cruzaba frente a la casa del amado abuelo comerciante; olor de gratos recuerdos que anunciaba el inicio de una danza de alegría, magistralmente interpretada por el ballet infantil de San Francisco. La bendita lluvia refrescaba más allá de aquellos pequeños cuerpos, llegaba, sí, hasta el alma, gravando en la memoria el mensaje divino venido del cielo; mágico encuentro entre los niños y Dios. Él, alegre como siempre, los contempla desde la punta del hermoso cerro, escondido entre la verde espesura y el horizonte que colinda con el universo; de pronto, el viento apresura a la nube causante del festejo, y deja asomar los cálidos rayos del brillante sol, anunciando con ello el final de la aventura, y los danzantes, escurriendo, sintiendo escalofrío hasta los huesos, regresan a sus hogares, paradójicamente a bañarse, porque si no lo hicieran, podrían por la noche estar bajo la influencia de la temible calentura, y de aquel delirio que asusta  a la tía y a la abuela, culpándose ambas por no darse cuenta de la fortuita salida de aquella banda de pilluelos.

Pero ¿qué estoy diciendo?, si apenas he dormitado un momento ante el teclado, disculpen por favor a este soñador enamorado de la vida y del recuerdo. Que, si el relato no es de su agrado, no se preocupe, tal vez en estos momentos esté viendo sus pies descalzos dejando la huella de su inocente travesura.

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