Cuando niño, de pronto me encontraba caminando por los caminos de la soledad consentida, y al paso, escuchaba el sonido de los árboles cuando por el viento rozaban sus ramas entre sí, y frotaban las hojas, escuchaba también el canto de las aves y el correr del agua cristalina en el arroyo de las emociones más sentidas; a tu llegada, el silencio reinaba en mi mente y entonces, sabía que  ese era el momento de nuestro encuentro divino; yo me sentaba en el suelo, bajo la sombra del árbol de la esperanza que anima a mi alma y cerraba mis ojos para ver la amada figura de tu Espíritu Santo levitando frente a mí y después sorprenderme con la materialización de tu cuerpo amado Jesucristo; como siempre te anticipabas a mis preguntas pues conocías de sobra mi pensamiento y mi sentir, y esperaba ansioso tu sermón para encontrar en él, la respuesta a mis dudas; seguirás caminando, me decías, si de pequeño te dolían las caídas, algunas podrán dolerte más cuando vayas madurando, así es que, no cargues con pesos innecesarios, que te hagan más penoso el paso, viaja ligero y ten siempre la mente abierta, para que el aprendizaje te haga sabio y puedas caminar siempre con la frente en alto, para evitar tropezar de nuevo con los viejos obstáculos; el amor es uno, es para todos y para siempre, para los que se quedan y para los que van,  sin haber podido asimilar lo que significa amar y ser amado.

De adolescente, observaba mis cicatrices de niño, las podía tocar y ya no me dolían, porque habría de tener la experiencia de sentir nuevos dolores, para que éstos también dejaran impreso en mi ser una importante enseñanza. Los tiempos de Dios no se pueden adelantar, el asistiría a nuestra cita cuando se presentara el espacio para caminar en soledad, para llegar al punto de nuestro encuentro, ahí, donde me volvería a sentar para escuchar su Palabra, bajo la sombra del árbol de la esperanza que anima mi alma y sana mi cuerpo.

Madurez de joven, de adulto llegaste a tiempo para nutrirte en cada encuentro divino, preparando a este cuerpo lleno de cicatrices, para que la sabiduría adquirida perdure al llegar a viejo.

Entonces, Él puso su mano sobre mi cabeza, no sé si para consolarme o para hacerme sentir su misericordia; y desde el primer día, en aquel primer encuentro, yo empecé a contar mi historia.

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