Uno de los felices días de mi infancia, me encontraba tirado de espaldas en el suelo de un huerto de naranjos. La tierra, a pesar de su dureza, suele ser blanda cuando somos generosos con ella, y ella suele ser complaciente, sobre todo con los niños, porque en cada uno de ellos, ve la mano de quien creó todo cuanto existe; y la tierra, el huerto y yo, sin duda formábamos parte de ese divino legado de Dios llamado creación.

Los naranjos estaban en plenitud, y su follaje casi rozaba el suelo, sería por mi pequeñez, o por mi complexión delgada, que bien me pude acomodar bajo su sombra, más que para descansar, para soñar despierto, porque cada parte de aquel mosaico campirano, inspiraba la parte creativa de mi divinidad. Pero qué arrogancia emanaba de aquel niño, se preguntará usted en estos momentos; pero, así era yo, me sentía confiado, porque siempre supe que era hijo de Dios, sí, como todos los que creemos en Él y lo amamos como un buen Padre; y por qué no pensar, que además de darnos la vida, por su amor y su bondad, nos heredara parte de su poder, claro, para hacer buen uso de él en forma de virtudes.

Imaginar a la familia como un frondoso árbol, cuya raíz se aferra a su matriz, así como un bebé se aferra al útero de su madre a través de la placenta, para nutrirse y para crecer; y para que un día, el fruto que alberga las semillas, repita de nuevo el maravilloso ciclo de la vida.

La sombra de aquel bendito árbol de mi infancia, como cúpula celestial, gracias a los movimientos pausados del viento, dejaba espacios vitales entre el tupido follaje, por donde los rayos del sol, con agilidad, podían llegar hasta mí para saludarme y así, como las estrellas iluminan el firmamento, para que la noche sea como un día, con tenue luz para poder soñar dormidos, iluminaban mi cuerpo que permanecía fundido a la madre tierra, alimentándose igual que el naranjo, para soñar despierto.

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