Cierto día llegué del trabajo a nuestra casa y me encontré con la grata sorpresa de que estaban todos mis nietos; cómo iba muy cansado, apenas sí alcancé a saludar a los que al parecer les dio verdadera gusto el verme, el primero de ellos en acercarse fue el pequeño José Manuel, quien corriendo se abrazó a mis piernas, fue secundado por su hermana María José, le siguió luego la hermosa Andrea, quien se colgó de mi cuello haciendo más pesada la carga que traía en las manos; luego llegó Fernanda, que con mayor tranquilidad me abrazó y me besó, detrás de ella su hermana, la dulce Valentina que tiernamente me dijo:

– Te quiero mucho abuelito.

Sebastián y Emiliano se encontraban en mi taller literario pegados a las computadoras y apenas,  el primero me dijo:

– Cómo te va, feo.

Emiliano se acercó y apenas si rozó mi mejilla con un beso.

En seguida, les pedí me dejaran libre la computadora, porque tenía que elaborar el artículo; Sebastián con poco agrado salió del taller; pero Emiliano se quedó, le pedí que cerrara la puerta, porque la algarabía en la sala comedor era tremenda y no podía concentrarme.

Emiliano obedeció, pero no se retiró del lugar; entonces me preguntó:

– ¿Te molesta que vengamos a tu casa, abuelo? Sin quitar la mirada de la pantalla de la computadora le contesté:

– Cómo crees hijo, al contrario me da mucho gusto.

– Pues, no se te nota abuelo, replicó mi nieto.

¿Quieres saber la verdad? le contesté.

– Desde luego, dijo Emiliano.

Pues bien:

– Cuando llego tan cansado de trabajar, quisiera que al llegar a casa… Emiliano no me dejó terminar la frase y replicó:

– Quisieras encontrar la paz, estar tranquilo, sentarte en el sillón, o recostarte.

Me le quedé viendo a sus hermosos ojos por unos instantes, y el niño bajó su mirada, sintiéndose apenado.

No Emiliano, no se trata de encontrar la paz dejando de poder nutrirse de la alegría, de las risas y de la felicidad que expresan todos ustedes, más bien, quisiera compartir con todos ustedes ese derroche de vitalidad y energía, que yo he ido dejando ir poco a poco a lo largo de los años; quisiera dejar a un lado mi maletín, quitarme la bata y tirarme al piso, para que tus primos, los más pequeños, se suban a mi espalda, o para levantarlos con mis brazos  y hacerlos reír, como solía hacerlo con mis hijos; pero también quiero sentir todo aquello, que por pensar, que el tiempo para hacerlo, ya se ha marchado, he dejado de hacer.

La mirada del niño reflejó un dejo de tristeza, y dijo lo siguiente:

– Pero ¿qué podrías haber dejado de hacer?

He dejado de ser el niño que siempre quise ser.

 

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