“¿Podrá un trono corrupto, que legaliza la injusticia, ser tu aliado? Conspiran contra la vida del justo y condenan a muerte al inocente.” (Salmo 94:20-21)
A la acción y efecto de corromper o corromperse se le llama corrupción, ¿te suena el término conocido?
En teoría, el sistema político mexicano es una república federal, representativa, democrática y laica, basada en la división de poderes en Legislativo, Ejecutivo y Judicial, según lo establece la Constitución de 1917. El poder Legislativo reside en el Congreso de la Unión, el Ejecutivo en la Presidencia de la República y el Judicial en la Suprema Corte de Justicia y otros tribunales. Este sistema promueve la participación ciudadana a través de elecciones libres y democráticas para elegir a sus representantes.
Difícilmente se podría hablar de que ha existido en nuestro sistema político una etapa en la que no haya existido la corrupción; los análisis históricos sugieren que la corrupción ha sido un fenómeno persistente desde sus orígenes; los factores que han intervenido son múltiples, pero siempre son inherentes a los valores de la persona, y si se interiorizan y llevan a la práctica, de acuerdo con principios éticos, compromiso y voluntad, rigen la conducta de quien los profesa y los llevará al camino correcto tomando mejores decisiones.
Los conceptos bíblicos nos dicen que el vivir con honestidad y responsabilidad, pone en evidencia la integridad de la persona, el que se asegura de que las leyes y las acciones benefician a todos, rechaza la codicia y la extorsión, al estar satisfecho con lo que tiene, ha tomado el camino correcto hacia una vida mejor.
En nuestro país, como lo han expresado algunos analistas, los esfuerzos que se han centrado para combatir la corrupción han concretado en crear instituciones y marcos legales y promover la transparencia, pero se ha arraigado tanto este fenómeno en la cultura política y las estructuras del poder que la percepción y la realidad de la corrupción siguen estando vigentes.
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