No, no es la edad lo que te deprime, es esa sensación de irte quedando solo con el tiempo. ¿Pero quién pude sentirse solo cuando se está rodeado de gente? Imaginemos a Jesucristo durante el inicio público de la obra de su ministerio, acaso tendría treinta años como lo cita Lucas en su Evangelio (3:32), la edad en que los levitas judíos tenían obligación de prestar su servicio especial, porque a los treinta años, según la ley y costumbres judías se estaba en plena madurez, física y mental, más es de considerarse, que el Mesías seguía la voluntad del Padre, eran esos, pues, los tiempos que Dios dispuso para que Jesús se convirtiera en Maestro, en “Rabí”, como lo consideraron los seguidores de Juan el Bautista. ¿Cuántas personas seguían y escuchaban la Palabra? ¿cientos, miles? ¿Cuántos realmente entendían el mensaje de Dios en las palabras de Jesús? ¿Cuántos lo abandonaron por el hecho de verlo tan vulnerable como el hombre? y ¿cuántos se mantuvieron firmes hasta el final para ser testigos del principio del camino, la verdad y la nueva vida que les esperaba a todos aquellos que tenían fe? ¿Cuántas personas en los nuevos tiempos lo seguimos abandonando, negando, y ofendiendo?
A la pregunta ¿Qué es lo que nos tiene y mantiene deprimidos permanentemente a los seres humanos? ¿Por qué sentimos en el alma esa soledad a pesar de estar rodeados de personas? No, no es el efecto del tiempo sobre nuestro cuerpo, es la falta de amor, sí, de amor, primeramente a Dios, por nuestra endeble fe, y nuestro pernicioso apego a las cosas del mundo; nuestra falta de fe en nuestro Salvador, el Cordero de Dios que quitó el pecado del mundo; falta de amor a nosotros mismos, por engrandecer día con día nuestro egoísmo y sentirnos dueños de la verdad absoluta, por no permitirnos escuchar los lamentos, de todas esas almas que en vida solicitan ser escuchadas, almas, a las cuáles hemos enjuiciado y condenado, midiéndolas con la vara de nuestra negación del perdón y las hacemos pagar una infame condena eterna, sin entender que con ello nos hemos condenado también a vivir en la amargura que nos impone nuestra falta de sensibilidad, de solidaridad y misericordia.
Cuando mi nieto Emiliano tenía 15 años, se acercó a mí cuando elaboraba uno de mis artículos, así, como me había visto años atrás, y siendo él a esa edad diestro en el manejo de la computadora y redes sociales, me preguntó: ¿Abuelo, acaso tienes una idea del número de personas que leen tus escritos? Volteé a verlo y le contesté: Si sólo se tratara de contar quiénes ponen una señal de haberlo leído, y quienes comentan el contenido de lo que escribo te diría que solamente 12 personas lo leen y 30 aparentan seguirme. Mi nieto movió su cabeza evidenciando una señal negativa y dijo: ¿A qué edad empezaste a escribir en los medios? Hice una breve pausa y luego le contesté: A los 30 años. Al escuchar eso, mi nieto, respondió: Me parece que estás perdiendo tu tiempo, para qué sigues haciendo algo que no te trae ningún beneficio. Entonces me entristecí y le contesté: Porque yo soy una de esas almas a las que Dios escuchó en sus horas más oscuras, e iluminó con su amor para que nunca desistiera en seguir el camino y la verdad que conduce a la nueva vida que nos ha prometido a todos.
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