En la quietud de la paz del continuo flujo de la vida, que se abre camino entre las piedras esculpidas por el roce de su fuerza al bajar de la montaña, se aprecia el todo, más no los elementos que lo conforman; es esa quietud envidiable que depende de la voluntad divina, y no del capricho de los hombres que rompen lo establecido por la naturaleza, al privilegiar su ignorancia supina.

No temeré a quien me riña por buscar la paz que mi alma tanto estima, me inclinaré para hacerle reverencia a tan magnífico tesoro, tan puro, tan claro, tan relajante, que, si con mis manos transformadas en balde tomo para refrescarme, seguro estoy me quedaré con una parte, que le devolveré más tarde a la vida para que nada le falte.

Hoy, en la quietud de mi espíritu cansado, otrora lleno de vitalidad por la sobrada carga de energía, que gasté sin meditar cuando no debía, porque llegaría el tiempo en el que fuera necesaria para conservar la armonía y la paz interior, por exponerse a un entorno por demás frío y desgastante, que te impulsa a la imprudencia, al grado de perder la humildad y la paciencia, hasta quedar a la deriva en el mar de arena del desierto de mi vida.

En la quietud de mi presente, no reinará la pasividad indolente que aniquila, no me quedaré paralizado ni ausente, para ver cómo se va perdiendo de mi sentir y mirada, aquel flujo maravilloso de energía, que recibí de quien la vida me obsequiara; mantendré unida cada partícula y molécula de mi naturaleza concebida por el Creador de la montaña.

Soy manantial, soy fuente de agua viva, soy camino, la verdad y la vida, dice mi Señor, y yo soy sólo una pequeña muestra de su amor.

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