El viento de la tarde, sopla sobre la vela de mi barca, y ésta responde deslizándose suavemente sobre la superficie de aquel mar en calma, no hay temor que inquiete el alma, me siento seguro porque al timón de la misma va el mejor marinero; qué paz se respira, tan cerca de todo y tan lejos de nada, no hay amargura, el pensamiento negativo no abruma la mente, y el cuerpo responde soltando el peso indeseado de otros tiempos, donde nada se podía dejar en la espesura, porque lo mismo obstaculizaba la marcha, retrasaba la llegada y alargaba el regreso al punto de partida.

Desatar los nudos de los miedos, de la cobardía, del resentimiento, no es fácil, más, cuando se aferra el ser a una verdad construida sobre la arena de una playa agitada, todo podría disolverse a la llegada de un oleaje violento; volver a empezar es más costoso que evitar caer en el mismo pozo por la necedad de trascender sin gloria y sin gozo.

Mi tarde, mi barca, mi mar, mi cuerpo y mi mente cansados, pero no vencidos por una adversidad que todos hemos construido por no renunciar a nuestro egoísmo, a nuestra lucha intestina de ver al hermano caído y no levantarlo al andar, pretextando que cada quien forja su incierto destino, y que el que no despierta de sus pesadillas se quedará atrás.

Naveguemos unidos, con calma y con paz, si el viento deja de soplar, tomemos los remos y empecemos a remar, que la luz del faro que ilumina nuestras vidas a buen puerto nos habrá de llevar.

“Estas cosas os he dicho con el fin de que halléis en mí la paz. En el mundo tendréis grandes tribulaciones, pero tened confianza, yo he vencido al mundo” (Jn 16:33)

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