Siete veces tuve un colibrí en mi mano, un vez al mes por siete meses, nunca indagué si se trataba de la misma avecilla, solamente entraba a mi hogar por la puerta trasera como buscando algo; después, su continuo y revolucionado aleteo llamaba mi atención, y pensando que por error había quedado atrapada entre las paredes, me subía a una escalera de siete peldaños, y después de siete intentos la atrapaba, le daba calor, le hablaba suavemente por siete minutos y poco a poco abría mi mano para dejarla ir, ella permanecía ahí, hasta que recuperaba la confianza, y sin prisa, emprendía el vuelo, unas veces en dirección desconocida, otras se quedaba aleteando por unos segundos antes de marcharse.

Un séptimo día por el frente de mi hogar, y en mi ventana, un colibrí aleteó, su presencia me llenó de gozo, siete días después lo descubrí en su pequeño nido, confeccionado en la séptima rama de la palma que hace treintaisiete años mi madre me obsequiara cuando inicié mi ejercicio profesional.

El ave logró sacar adelante a su cría, no sin antes sufrir con ella, setenta veces los ruidos provenientes de la calle, de mis nietos jugando futbol en el porche; después por siete meses no supe más de ella, pero siendo hoy el séptimo mes del año, regresó para anidar nuevamente, entonces mi espíritu de nuevo se llenó de gozo.

Jamás imaginé que este hecho sucediera, jamás que existiera una coincidencia con el número siete.

Tal vez, todo se deba, a mi fantasiosa imaginación literaria, o tal vez, mi fe es más grande que todo aquello que amenaza con quitarme la esperanza. Él está aquí, sigue con nosotros.

“Quien tenga oídos para entender, entienda” (MT 13-9).

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