He llegado a la conclusión de que entre más pasa el tiempo, más profundo es el pensamiento, y por serlo, más difícil resulta encontrar la conformidad del ser, quizá se deba al hecho de que el reloj de nuestra vida se apresura cada vez más al término de su propio tiempo, y por ello, sentimos que estamos perdiendo muchas y valiosas oportunidades para gratificarnos en lo personal.
Recuerdo cuando invitaba a mi madre a cenar, tal y como hacía todos los jueves, aunque ella, en esa ocasión, no se negó a acompañarme por las inclemencias del clima, sí se quejó amargamente del dolor de sus rodillas; acaso estuvo una hora y media en mi casa, y sólo apeteció un licuado de mango, después, me pidió la llevara de regreso a su hogar, porque tenía que levantarse temprano; al estarla subiendo al auto, de nuevo se quejó por el dolor de sus rodillas, y lo mismo ocurrió al llegar a su domicilio, y antes de despedirse, nos dijo a María Elena y a mí, que disfrutáramos la vida todo lo que pudiéramos, que saliéramos a caminar, que aprovecháramos que nuestras piernas aún eran fuertes y saludables, y nos advirtió, que con el tiempo, nos arrepentiríamos de no haberlo hecho.
Con el paso del tiempo, sin duda vendrán los reproches por todo aquello que no hicimos, en lo individual o como pareja, y haciendo una reflexión sobre mi caso particular, llegué a la conclusión, de que no podría reprocharme a mí mismo el no haber podido tomar mis propias decisiones cuando fui niño, porque por razones obvias, tenía que acatar lo que dispusieran mis padres; lo mismo ocurrió en la adolescencia, porque, a pesar de tener mayor impulso por el exceso de energía, era mayor la fuerza de la prudencia y del respeto, la que me sujetaba; y en la juventud, me sujetó a la cordura, la solemne promesa de no someter a nadie a una voluntad que no fuera la propia; en la adultez, mi voluntad se doblegó ante la responsabilidad que implica el dar solidez a la plataforma, de donde habrían de impulsarse los anhelos de nuestros hijos, velando por su individualidad y el respeto a su libertad.
El consejo que me dio mi madre aquel 20 de febrero del 2015, pareció quedarse firmemente prendido como un arete en el pabellón de mis orejas: “Aprovechen ahora su fortaleza y su energía”; pero, en todo el tiempo que ha durado mi desarrollo físico, mental y espiritual, no he hecho otra cosa que atender la voluntad de los demás, sintiendo que todo eso serviría para darles felicidad, ahora no distingo si realmente lo han sido, porque siguen tan demandantes como al principio.
Con el paso del tiempo, más profundo es mi pensamiento, tanto, que en el camino, he llegado a encontrarme con mi yo, en su estado de niño sumiso, de padre nutricio y de adulto lógico y racional.
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