El domingo por la mañana, después de dar una amable caminata por el área verde de nuestra unidad habitacional, mi amada esposa y yo nos dispusimos a preparar el desayuno, mientras ella cocinaba, yo preparaba la mesa, y animado por el delicioso aroma que desprendía su guiso, me apuraba y pensaba en lo grato que era, el poder estar ella y yo solos compartiendo el pan y la sal como cuando iniciamos nuestra familia.
Cuando tuvimos todo listo nos sentamos, y antes de consumir los alimentos, hicimos una oración para dar gracias a Dios; al término de la misma, ambos nos miramos y sonreímos, todo era quietud, los celulares apagados, la televisión apagada, aún no se escuchaba el trajín de los vecinos, empezamos entonces a disfrutar de los alimentos, y apenas habíamos llevado nuestro primer bocado a la boca, cuando María Elena se detuvo y dejó el tenedor sobre la mesa, y vi cómo su mirada empezó a expresar un dejo de tristeza, cerró sus ojos al descubrir que la estaba observando, y trató de disimular, pero fue inevitable el frenar su sollozo; en ese instante me pregunté ¿qué diferencia había entre ese momento y el momento similar que vivimos al inicio de nuestra vida matrimonial?
Era evidente que con el tiempo, no sólo habíamos acumulado más años, sino que el peso de los mismos, nos habían vuelto muy vulnerables emocionalmente, de tal manera, que no necesité preguntar lo que le estaba pasando, bastaba con ver el resto de las sillas de nuestro comedor vacías, y sentir cómo aquel silencio exterior nos estaba causando un gran ruido en el corazón.
He de reconocer, que hace tiempo se abrió el candado que resguardaba la promesa que le hiciera a mi padre sobre el errático concepto de que los hombres no lloran, por eso, al ver llorar a mi esposa, no pude evitar hacerlo yo también.
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