Cuando fui niño, mi madre procuró vestirme siempre de manera impecable, después de peinarme y ponerme los zapatos bien lustrados, me decía: Cuida siempre tu aspecto, porque como te ven te tratarán, mantén tu ropa limpia y tu calzado bien lustrado, que tu cabello refleje el aseo de tu cuerpo; sus indicaciones se me grabaron en la mente y siempre traté de cumplir con ese precepto; en la adolescencia ocurrió lo mismo, pero en la juventud, siendo ya estudiante universitario, un día, al acudir a un restaurant, me senté sobre una silla que tenía restos de alimento que contenían mucha grasa y apareció una mancha muy visible en el pantalón, tan visible, que muchas personas la notaron y me lo hacían saber, entonces, avergonzado, deseé llegar lo más pronto posible a la casa que compartíamos los estudiantes foráneos que cursábamos la carrera de medicina en Tampico, para tratar de desmanchar la prenda, pero la mancha no desapareció con el jabón que le apliqué, por lo que con tristeza puse al sol el pantalón y una vez seco lo colgué; digo con tristeza, porque el pantalón era de mis preferidos, ya que me lo había regalado la hermana de mi madre.
Curiosamente, al ya no usar ese pantalón algunos de mis amigos me preguntaron por él y les platiqué la historia; un viernes los compañeros de la casa, se disponían a celebrar un festejo y me invitaron, pero yo tenía decidido viajar a nuestra muy querida ciudad Victoria, pues deseaba ver a mi madre, mis hermanos y a decir verdad, también a la novia. Cuando regresé a Tampico y estando en la facultad, me encontré con un amigo y me llamó la atención pues traía un pantalón idéntico al pantalón de la mancha, pero me dije a mi mismo: Sin duda habrá muchos pantalones iguales; aunque dudando de que así fuera, le busqué la mancha y efectivamente estaba en el mismo sitio y era del mismo tamaño, por lo que con mucha discreción y respeto le pregunté en dónde había comprado el pantalón que llevaba puesto, el amigo se puso muy nervioso y sin más me confesó que desde que me había visto el pantalón le gustó mucho y que cuando fue a la fiesta que se llevó a cabo en nuestra casa, lo vio colgado, sabía que era mío y me buscó para pedírmelo prestado, y como no me encontró y lo necesitaba para el fin de semana, se lo llevó, siempre con la intensión de devolverlo; he de confesar que al inició me indignó la forma en que sustrajo la prenda y más que todavía la estaba usando; pero lo único que se me ocurrió decirle fue que si no había notado la mancha enorme en el pantalón y él me dijo: Mancha… no amigo , no le noté ninguna mancha y aun si se la hubiera visto, no me hubiera hecho cambiar de opinión en cuanto a lo mucho que me gusta, pero no tengas cuidado, hoy mismo por la tarde te lo llevaré a su casa y te pido de corazón me perdones por el atrevimiento, y viendo como resbalaban un par de lágrimas, por debajo de sus anteojos, le dije: no amigo, no me lo lleves, ese pantalón es tuyo, ojalá yo no lo hubiese despreciado por una simple mancha, pues era una prenda muy apreciada por mí y la dejé colgada en el olvido. El amigo me abrazó y reímos de aquella penosa situación que nos dejó una lección a los dos.
Hay machas que no se ven porque se llevan tan dentro de nosotros, pero se sienten más que las que se pueden ver; hay manchas, que sólo con amor se quitan, sobre todo, cuando nuestra intensión nunca fue mancharnos; pero en ambos casos, Dios siempre obrará para sanarnos.
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