Ayer, en un momento de soledad, me di tiempo para observar lo que parece siempre a mis ojos escapar, son los pequeños espacios de mi hábitat, que en apariencia no tienen importancia, pero me puse a pensar que si no la tuvieran no estarían ahí; si guardan tierra, agua o aire, esa sería pues su función y como tal yo la respetaría. Hay pequeños espacios en el alma que permanecen vacíos, porque todo lo que ahí existía se fue un día sin despedir.
Ayer, mientras la lluvia caía, me vi cruzando por una vereda cuesta abajo y el roce de las plantas mojaba aún más la ropa que traía, mas nunca me pregunté por qué estaban las plantas ahí, porque bien sabía que el que estaba fuera de lugar en aquel maravilloso mundo vegetal era yo, el que había tenido la osadía de irrumpir la calma y la paz de esa parte del todo, de esa parte del mundo en el que yo vivía.
La mañana fue lluviosa y fría, el cielo gris invitaba a la melancolía, y no había mejor remedio para esa tristeza mía, que caminar cuesta abajo por esta larga y sinuosa vereda que, desde que me desperté, me había invitado a transitar, hasta llegar al llano, que me recibiría con la misma magia y con la misma alegría.
Esos pequeños espacios de la vida mía, en un tiempo ocuparon mi llanto, mi risa, la alegría, que desbordaba de la gran cantidad de energía que salía de mi cuerpo y se iba transformando en escritura, en canto, en poesía, al recoger del entorno de brutal encanto, en cada mirada, en cada roce, al absorber el humor de la tierra mojada que esparcido por aire me llegaba al alma, para poder coincidir en el tiempo con quien no me abandonaría jamás, ni por ser un niño, un joven o un viejo.

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