Uno de los sucesos más oscuros de la historia moderna aconteció en la segunda guerra mundial. El protagonismo que adquirió el movimiento nazi fue inédito, marcando un antes y un después en la historia política y social alemana. No solo fue capaz de reconfigurar la estructura del poder, sino también la transformación jurídica de Alemania. Sucedió de manera súbita, arrasando todo a su paso, y utilizando todos los medios a su alcance, robando así a ochenta millones de alemanes la posibilidad de expresar libremente sus opiniones. Pero, ¿qué pasó realmente?
Durante el régimen nazi el término alemán “Gemeinschaftsfremde” que se traduce como “extraños a la comunidad” se utilizó para identificar a aquellas personas que no se alineaban a los ideales políticos, raciales o culturales del nazismo. Estas personas, claramente identificados y excluidos, eran considerados “ajenos a la comunidad”, enemigos del pueblo, porque no compartían los propósitos del régimen. De acuerdo con el pensamiento nazi, se les veía como obstáculos para la realización de su proyecto de nación.
Una de las primeras medidas que adoptó Adolf Hitler tras asumir el poder en enero de 1933, fue la transformación radical del sistema de justicia alemán. Lo anterior, afín de respaldar sus acciones y consolidar sus políticas totalitarias, el régimen aprobó la “Ley Habilitante” que otorgó al gobierno facultades dictatoriales, permitiéndole promulgar leyes sin la aprobación del parlamento. Esta decisión eliminó cualquier posibilidad de supervisión judicial independiente y transformó todo el marco legal en un elemento al servicio del partido nazi, desintegrando los principios elementales del Estado de Derecho.
De esta forma el pensamiento nazi comenzó a cambiar abismalmente la manera en que las leyes y la justicia funcionaban. Los jueces renunciaron a su facultad de pensamiento y actuación frente a un sistema fascista radical. Optaron por una forma de pensar binaria, es decir, veían un mundo dividido en dos categorías: los “leales al régimen” y los “enemigos del régimen”. Esto se traducía que no juzgaban basándose en principios de justicia, sino, en si alguien apoyaba o no al régimen nazi. La justicia dejó de ser el mecanismo para proteger a todos por igual para convertirse en un método para oprimir a aquellos que no compartían o no encajaban con la visión nazi de la sociedad.
El desmantelamiento y la destrucción del sistema de justicia alemán comenzó con el apoyo entusiasta de 13 mil miembros de la Asociación Alemana de Jueces. El consenso entre el régimen nazi y los jueces alemanes consistió en el respaldo incondicional al movimiento fascista, lo que implicó la renuncia a su independencia y capacidad de decidir de manera imparcial. Esta aceptación acrítica del poder totalitario convirtió a los jueces no solo en espectadores, sino en colaboradores activos, responsables de aplicar leyes discriminatorias y excluyentes, lo que marcó una ruptura evidente con los principios de imparcialidad, de justicia y de respeto a los derechos fundamentales.
La autonomía judicial quedó totalmente subordinada a la ideología del nazismo, que fue utilizada para consolidar su poder y cumplir con sus oscuros objetivos. Este periodo demuestra como el derecho puede convertirse en el principal instrumento para justificar atrocidades.
Mientras algunos juristas apoyaron abiertamente al régimen nazi, colaborando en la implementación del marco jurídico, otros optaron por retirarse y mantenerse al margen de las transformaciones legales que consolidaron el totalitarismo. Un caso notable es el del jurista alemán Carl Schmitt cuya relación con el régimen nazi fue tan compleja como contradictoria. En 1933 se afilió al partido Nacionalsocialista, motivado por el la crisis política y jurídica de la República de Weimar; y su búsqueda por una nueva legitimidad política debía nacer de un liderazgo fuerte y decisivo, capaz de representar la voluntad del pueblo. En su análisis sobre la Ley Habilitante (1933) la interpretó como un evento transformador que otorgaba un renovado sustento jurídico basado en el poder constituyente del pueblo alemán liderado por Hitler. En sus obras como “Estado, Movimiento, Pueblo” Schmitt justificó la subordinación del Estado al partido nazi y al liderazgo del Hitler. Aunque no fue un defensor ideológico absoluto del nazismo, sus escritos entre 1933 y 1936 incluyeron un marcado antisemitismo, que respaldaba la necesidad de un orden homogéneo como condición para que el Estado funcionara de manera adecuada y coordinada. Sin embargo, su origen conservador y católico lo alejó de las posturas más radicales y racistas del régimen, lo que generó tensiones con los lideres nazis. Estos comenzaron a verlo como un oportunista en busca de su propio beneficio al alinearse con el movimiento, lo que golpeo su credibilidad dentro del régimen.
En 1936 la SS, a través de publicaciones en su periódico oficial Das Schwarze Korps, lo atacaron públicamente cuestionando su lealtad al partido. Aunque Schmitt no rompió formalmente con el régimen, fue relegado de los círculos principales de poder, la entrega y exigencia con el proyecto de nación debía ser absoluta y no permitía ni mínimas diferencias. Fue entonces que se retiró, dedicándose principalmente a la enseñanza y a desarrollar sus ideas por escrito.
Bajo estas circunstancias, queda claro cómo el sistema judicial, diseñado para proteger los derechos fundamentales, puede ser transformado de manera abrupta en un instrumento de represión al subordinarse a una ideología totalitaria. El ejercicio del derecho fue moldeado para ajustarse a un proyecto de nación y justificar grandes atrocidades, demostrando la forma en que una ideología puede colapsar el sistema legal y aniquilar los principios de justicia y la capacidad de tomar decisiones autónomas.
Todo ocurrió de manera repentina, sin que muchas personas comprendieran las desgarradoras consecuencias que vendrían con el tiempo: el asesinato de millones de judíos, la ejecución de opositores políticos y otras víctimas consideradas “indeseables” por motivos raciales, políticos o culturales. Esta es la razón por la que la historia, aunque dolorosa en ocasiones, es bueno conocerla, es de gran ayuda cuando de reflexionar se trata, también nos permite aprender y evitar que se repitan tragedias de esta dimensión.
Esto me lleva a pensar en la importancia de no terminar en el lado equivocado de la historia. Carl Schmitt, estuvo vinculado a los principios del régimen nazi, una marca que lo acompaño el resto de su vida. Aunque fue relegado por el propio régimen, su nombre será recordado por su apoyo inicial y las ideas que aportó en favor del totalitarismo. Un régimen que terminó en la destrucción de toda una nación y la mitad del mundo.
De igual manera, las futuras generaciones juzgarán quiénes estuvieron en el lado correcto de la historia, en donde ciertamente analizarán las acciones de personajes cuyas decisiones serán examinadas por sus consecuencias. Aunque la espera pudiera transcurrir lentamente, el tiempo dará la razón a quienes prefirieron optar por el lado correcto. Estoy convencida que la humanidad siempre encontrará su camino de regreso hacia la justicia, la democracia y la verdad; esta es una afirmación llena de esperanza en el progreso natural de una nación.
En su discurso durante la marcha sobre Washington en 1963, Martin Luther King declaró: “El arco del Universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. Para los que todavía tienen duda, el lado equivocado de la historia es estar al lado del arco que se aleja de la justicia.