Siempre pensé que los hombres, en su paso por la vida, por mucho o poco que hubiesen hecho, dejarían una huella que los significara como leyenda, ya sea que sólo pudiese quedar bajo resguardo y orgullo de la estructura familiar, o en caso de haber tenido su obra mayor alcance, quedar su legado escrito en las páginas de la historia de su comunidad, para ser su memoria digna de homenaje y para recordarse. Pero con el tiempo, me he percatado de que la mayoría de estas historias mueren, y nos recuerdan que antes que buscar la gloria para sí mismo, hay que acordarse de Dios, sí, “Antes que el polvo se vuelva a la tierra de donde salió, y el espíritu vuele a Dios, que le dio el ser” (Eclesiastés 12:7).

En mis 42 años de ejercicio profesional, he sido testigo del paso de muchos hombres y mujeres que se esforzaron en sobresalir, algunos llegaron a escalar importantes puestos dentro de la estructura institucional, gubernamental, sindical, en los ámbitos político o económico, y cuando los veía avanzar y progresar, buscando con afán el logro de sus metas personales, veía también, cómo algunos, poco a poco, iban perdiendo los valores que los identificaban como seres humanos sensibles y solidarios con sus familias, con sus compañeros de trabajo o grupo político al que pertenecían. La metamorfosis, en algunos casos, llegó a ser tal, que se convirtieron en entidades egoístas y ambiciosas, incapaces de reconocerse a sí mismos, e incapaces de interactuar con honestidad y transparencia con sus semejantes.

Ayer mientras recorría los pasillos de mi centro de trabajo, noté que mis pasos eran más lentos, y me pregunté cuántas veces había hecho ese recorrido, y cuánta gente lo había notado; pensé también, si algunos de mis compañeros me extrañarían cuando dejara de hacerlo, pero me tranquilicé casi de inmediato, porque recordé, que todo lo que había hecho en todos esos años, era cumplir con agrado lo que un ser humano, agradecido con Dios, debe de hacer por sus hermanos.

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