Mi pequeño sembrador me escribió hoy, hizo un espacio en su atiborrada vida adolescente y se acordó de mí, de su abuelo; me mandó unas maravillosas imágenes de un huerto familiar que instaló en el fondo de su hogar, ahí, donde aún no se ha asfixiado la tierra debido al peso y la oscuridad que ocasiona el frío concreto gris que los hombres sembramos en lugar de semillas.

Emiliano esperó paciente y se acordó de mí, cuando al fin pudo presumirme cómo las pequeñas señales de vida de las tiernas plantas asomaron a la luz; en la distancia, puedo imaginar en su bello rostro la expresión de asombro, después de esperar a que obrara el milagro; mi nieto mandó las imágenes, y luego me dice: Aún tengo espacio para sembrar y sabiendo que a ti también te agrada sembrar, te quiero pedir algunas semillas, ¿me las podrías enviar? Mi corazón se llenó de gozo, mi nieto se acordó de mí y quiere compartir conmigo parte de su espacio vital; entonces, sin poder disimular mi alegría, le comenté que mis semillas eran muy especiales y requerían de muchos cuidados, y él me contestó: ¿Acaso no me tienes confianza? Claro mi niño, siempre he tenido mucha confianza en ti, en la nobleza de tu corazón; nunca podré olvidar la maravillosa enseñanza que ambos recibimos cuando tenías tres años de edad, tal vez tú ya no te acuerdes de ella, pero, si me lo permites te la recordaré en este preciso instante: Aquella hermosa mañana , le pedí a tu madre autorización para que me acompañaras en mi auto a recoger un aparato eléctrico que había mandado componer,  me dijo que colocara la silla de seguridad y te sentara en ella, colocando los cintillos de protección,  así lo hice, todo marchaba bien, cuando llegamos al taller de reparación te quité los cintillos, te tomé en los brazos, recogimos el aparato, pero al regresar, tú te negaste a que te sentara en la silla y pasaste tu pequeño brazo izquierdo sobre mi cuello, no me pude resistir a tal muestra de amor y me propuse manejar con mayor cuidado, pero unas cuadras adelante, surgió de la nada un hombre menesteroso arrastrando un desvencijado carrito lleno de triques, lo que me hizo frenar repentina y abruptamente, el evento activó mis reflejos y pude abrazarte fuertemente evitando que sufrieras algún trauma, sin pensarlo proferí una palabra altisonante, aludiendo a la falta de cuidado del individuo para travesar la calle; me llamó la atención el hecho de que tú no te asustaste, más, por la forma en la que me referí al menesteroso, y tratando de suavizar las cosas te dije: Ese hombre feo y descuidado se nos atravesó sin fijarse, y por culpa de él, estuvimos a punto de sufrir un accidente; guardaste silencio por uno segundos y luego en forma por demás tranquila y con sorprendente madurez me dijiste: Ese hombre no es feo, es hermoso, ¿acaso no lo ves? cuando se atravesó  se me quedó mirando y me sonrió, y pude ver que era bueno. He de confesar que en ese momento sentí que algo muy especial nos había ocurrido, y me pregunté a mí mismo ¿qué vio el niño, que no pude ver yo en ese hombre? Y sin saber por qué mis ojos se fijaron en el crucifijo que colgaba sobre el espejo retrovisor. La voz de Emiliano me sacó de mi cavilación:

Abuelo, la verdad no lo recuerdo, pero si tú lo dices te creo, pero aún no me has resulto lo de las semillas. ¿Cómo que no te he resuelto lo de las semillas? Te las acabo de dar, son semillas muy especiales y milagrosas, te acabo de regalar la semilla del amor, la de la humildad y la de la fe. Emiliano soltó una carcajada y repuso: Definitivamente abuelo, te equivocaste de profesión, debiste ser sembrador.

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