Los viernes son un día especial, seguramente no sólo para mí, sino para todo trabajador al servicio del Estado, porque estamos anhelando la hora de salida y quisiéramos que el tiempo pasara más rápido que de costumbre; pero, curiosamente, en mi caso, suceden situaciones que al inicio me angustian, pero después me hacen entrar en una profunda reflexión, confirmando el hecho de que hay una voluntad más grande que la mía, que me invita a despojarme de mi egoísmo, para interesarme en las necesidades de mi prójimo; y entonces, todos los efectos nocivos de aquella ansiedad, provocada por el hecho de llegar pronto a casa parar iniciar el fin de semana, se desvanecen y me obsequian, al final de la jornada laboral, una sensación de paz y una lección de vida, que se suma a muchas otras oportunidades para crecer espiritualmente.
El dolor y la pobreza se suman a la desgracia de no haber tenido las mismas oportunidades en la vida para progresar, y si bien es cierto, que muchas de las administraciones gubernamentales estatales y federales han intentado mejorar las condiciones de vida de nuestro pueblo, pareciera que todo esfuerzo, aunque benéfico, ha sido insuficiente, porque pobres siempre habrá, aunque para ser más objetivos tendríamos que definir bien el significado de pobreza, porque en lo general significa escasez o carencia de lo necesario para vivir.
Este viernes, angustioso como otros tantos viernes, la pobreza se hizo presente, iba acompañada por la necesidad y la enfermedad, si bien, tenía un rostro diferente a la de otros viernes, no me fue difícil identificarla; cuando estuvo frente a mí, no me trató diferente por el hecho de haber tenido la oportunidad de estudiar y llevar en apariencia una mejor calidad de vida, me vio como un igual, con necesidades, y evidenciando algunos síntomas de enfermedad, tal vez por eso no nos fue difícil entablar una buena relación, yo en mi estatus como médico y ellos, como pacientes, ambos exhibiendo una pobreza donde nada tenía que ver nuestra forma de vestir, nuestro aseo personal, nuestra edad, el color de piel, nuestra forma de hablar; de hecho, se estableció una comunicación donde no se requerían decir muchas palabras, solamente aquellas palabras, que no siendo mías, tenía que decir y que el enfermo esperaba escuchar porque de alguna manera sabía que habría de recibir a través de mi persona. Estas palabras sanadoras vinieron a mí después de haber escuchado con sincera atención y misericordia al paciente, esto fue lo que me permitió identificar la fuente de su dolor, que por cierto, dejaba hablar al cuerpo, más no se originaba en el cuerpo.
Pobre es aquél que reconoce que la única situación que lo empobrece es la falta de fe en Dios.
“El espíritu del Señor reposó sobre mí: por lo cual me ha consagrado con su unción divina, y me ha enviado a evangelizar o dar buenas nuevas a los pobres a curar a los que tienen el corazón contrito; a anunciar libertad a los cautivos, y a los ciegos vista; a soltar a los que están oprimidos, a promulgar el año de las misericordias del Señor, o del jubileo y el día de la retribución” (Lc 4:18-19)

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