Heme aquí sentado en el sillón en el que suelo transportarme en el tiempo, cierro los ojos es el año de 1986, en estos momentos me veo regresando de mi trabajo ubicado en ciudad Mante, son las 16:30 horas y la carretera suele no estar muy concurrida, como siempre, empiezo a sentir un sopor característico al escuchar el sonido de las llantas del auto sobre el asfalto, y se suma a esta sensación de pesadez de mente y cuerpo, el aire caliente que entra por la ventana, ambos factores aunados al cansancio, empiezan a tener un efecto somnífero sobre mí, pero aun así me resisto a detener la marcha para buscar alguna sombra y descansar unos minutos para despejar esta modorra, me mantiene despierto el deseo de llegar a casa y sentarme a la mesa para comer, mientras mis pequeños hijos me cuentan cómo fue su día y mi esposa hace lo suyo; como burbuja de jabón, se rompe el encanto de la ilusión de llegar lo más rápido y vuelve el sopor, y la onda de calor vuelve a golpear mi nuca y mi cabeza, quiero llegar a la intersección de la vía corta, para comprar un refresco y unos cuantos chiles del monte para masticar cuando ya no pueda más, y le doy gracias a Dios por permitirme llegar a ese lugar, aprovecho para hacer una reflexión sobre aquellos viajes de todos los días de la semana laboral, donde rogaba que alguno de mis compañeros quisiera ir a Ciudad Victoria, para mantenerme despierto todo el camino, aprovecho el momento para pensar si mi familia sabrá lo que me sucede en ese trayecto; mejor que no lo sepan, porque sabrían que en ello me juego la vida, y pensar que cuando acepté el trabajo me dijeron que sólo serían 6 meses un día, para poder cambiar de adscripción y ya llevo 6 años; lo que no sabía es que siempre llevaba de copiloto a Jesucristo y me lo recordaba el rosario que colgaba del espejo retrovisor, que por razones obvias tenía que ver. Fue un largo camino, y sé que tal vez muchos recorrieron más tramo que yo, o que tal vez quede algún viajero que siga rodando por aquella árida carretera de antaño.

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