Nací el 8 de octubre de 1953, en una pequeña casa ubicada entre las calles Félix U. Gómez y Tapia, en la ciudad de Monterrey NL., horas antes del parto, mis padres se encontraban en una sala de cine y fue ahí donde le “avisé” a mi progenitora que ya era hora de dejar el cálido y confortable ambiente en el que residía desde hacía 9 meses.; al sentir los fuertes dolores provocados por las contracciones uterinas, mi madre le pidió a mi padre salir rápidamente y se dirigieron al hogar, minutos después, se dispuso a ir por un amigo médico, para que éste verificara si mi madre se encontraba ya en trabajo de parto y de ser así, acudir a la maternidad, pero, cuando llegó el galeno, ya no le dio tiempo más que de recibirme; mientras esto sucedía, por la ventana abierta que daba a la calle Tapia, se coló un cálido viento y con él, un grupo de pinacates, que al chocar contra la lámpara que alumbraba la banqueta y tratar de retomar el vuelo, confundieron la luz que iluminaba la escena de mi nacimiento, y chocaron contra la espalda del apurado doctor mientras este animaba a su paciente.
Dice mi madre, que el parto no fue nada prolongado y que salí “limpiecito” (refiriéndose a la ausencia del vermix caseoso adherido a mi cuerpo) y que inmediatamente, me tomó en sus manos y me acercó a su tibio cuerpo, de tal manera, que no pudiera yo sentir el cambio de temperatura y mucho menos resintiera la separación al ser cortado el cordón umbilical que nos unía, por lo que el binomio que formamos permaneció unido, como siempre.
Conforme fui desarrollando mi capacidad intelectual, jamás perdí de vista las características que distinguían a cada uno de los roles que jugaban mis padres en mi vida y que influyó de manera importante en mi personalidad; siempre me identifiqué y me sigo identificado más con mi madre, porque los sentimientos que emanan de su ser, nutrían y siguen nutriendo mi espíritu, no interfiriendo el hecho, de que cada vez crecía más la familia y con ello, la atención que me prodigaba, en apariencia, disminuía. Más que por el hecho de ser carne de su carne, nuestras vidas permanecen unidas a través del espíritu, de tal manera, que aunque hubiese una distancia física, nuestras almas siguen fuertemente unidas. Por eso, mi madre frecuentemente enlaza su pensamiento al mío y de esta manera, sé cuándo necesita de mi presencia.
En una ocasión, cuando estudiaba la carrera de medicina en Tampico, me dirigía en un autobús a la universidad, cuando de pronto, un fuerte impulso me hizo voltear hacia una calle, presintiendo la presencia de mi madre; una cuadra más adelante, bajé del transporte y me dirigí al lugar señalado, llegué hasta una casa que tenía una entrada a una propiedad y en el fondo, al fin de la misma, se encontraban varios vehículos y entre ellos identifiqué al que era propiedad de mi madre, le pregunté a la persona que resguardaba los autos y me comentó que la propietaria de la Combi había sufrido un accidente.
Mi madre siempre avisaba cuando iba a visitarme, en esa ocasión no tenía idea de que pudiera estar en el puerto; la misma persona, me dijo que una ambulancia la atendió y después, alcanzo a escuchar que ella les pido la dejarán en el hotel donde se hospedaba, afortunadamente éste recordó el nombre, a donde me dirigí inmediatamente; al llegar a su habitación, mi madre aún se encontraba conmocionada, pero me reconoció y me dijo que sabía que iría yo a buscarla, pero no se pudo explicar cómo pude yo enterarme de su situación, pues por lo aturdida que estaba no recordaba donde podía localizarme.
Muchas personas aún continúan siendo escépticas y no creen en estos sucesos aparentemente inexplicables, a mí, no me cabe la menor duda, que mediante la intervención divina, los seres humanos desarrollamos capacidades especiales, sobre todo, si a las personas nos une el especial vínculo del amor.
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