Una vez que dejé el vientre de mi madre, el espíritu divino que habita en mí, buscó afanosamente encontrar el equilibrio armónico entre el cielo y la tierra, buscaba, pues, en el entorno glorioso de la creación de Dios, lo que sería para mí el paraíso; era este un lugar tan cálido y maravilloso, donde todos mis sentidos se podrían incluir en el continuo desarrollo de lo que significaría una ventana para apreciar el universo, donde por igual, el día y la noche buscaban entre sí, mostrarme, en el caso del primero, que se puede tener la mayor claridad, pero si no se cuenta con la presencia del amor de Dios, se vive en la oscuridad, y donde, en el caso de la noche, por más obscuro que parezca, el espíritu se ve iluminado porque en él se conjugan los elementos primarios de la creación , de tal manera que hay tanta luz cuando hay amor, que el ánimo del ser humano permanece siempre como una lámpara encendida, esperando que un buen día el gozo sea tan grande ante la presencia del Todopoderoso, que iluminará tu vida por siempre.

Mi luz y mi oscuridad,  desde entonces han mantenido una alianza, mi recorrido por el paraíso, sanó todas mis heridas de la infancia, mis amigos fueron y siguen siendo los árboles  añosos cuya sabiduría  ha sido el alimento que le da sustento a la madre tierra, de ahí que bajo su amable sombra crecen los arbustos y los pastos que cubren los montes y la sierras, donde hacen sus madrigueras los nobles y fieros animales que igual viven en equilibrio con otras muchas especies necesarias para mantener el orden natural de los maravillosos parajes,  que pintan de verde y de otros colores,  que cambian de acuerdo al ánimo del tiempo que nos obsequia las esperadas estaciones.

Que fuera de mi humilde existir, sin el poder que me ha dado mi Señor, me ha regalado la fuerza suficiente para ser prudente y solidario con el desvalido, me ha dado la paciencia que va de la mano de la docilidad suficiente para hacerle frente a la adversidad que en ocasiones me desanima, pero no tanto como para no poderme levantar, sobre todo cuando Jesús me extiende su mano para que no vea en el hermano a mi enemigo y por ello lo deje de amar.

¿Hasta dónde llegará mi voz? Habrá acaso de ser potente para decirle al apurado ¡detente! No corras más, deja de cargar con el peso de las culpas y frustraciones, del abandono, del desamor, de la desconfianza, tienes que despertar, de la infelicidad que llevas a cuestas por no saber amar.

Por los caminos que yacen ya muy desgastados de tanto recibir el peso de los que se consideran poco afortunados, cuando la mayor fortuna que se tiene es la vida, les digo que llegará el tiempo en el que la naturaleza recupere los espaciose, para que todos tengamos un nuevo comienzo.

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