El día de ayer, desperté como siempre muy temprano, y procuré levantarme suavemente de la cama, una vez que mis pies tocaron el suelo, dirigí la mirada hacia donde dormía plácidamente mi amada y me dije, qué mejor regalo del día del amor, que no despertarla. Me dirigí en seguida a la cocina para prepararle una buena taza de café, tenía la intención de dejar la aromática infusión lo más cerca de ella y el sitio perfecto fue el buró que se encuentra de su lado, esto, para que el delicioso y natural perfume llegara hasta su preciosa nariz y tuviese un sabroso despertar; pero, para mi sorpresa, cuando llegué, ella ya se había levantado y se encontraba dándose un cálido baño; un poco frustrado, dejé la taza de café en el sitio concebido, y me quedé esperándola en el borde de la cama. Cuando la vi entrar a la recámara, me quise levantar de inmediato, pero al verla dirigirse a mi persona, me quedé esperando, y nada, que por la prisa que tenía, se pasó de largo. Segundos después, me levanté y muy decidido, me dirigí hasta donde se encontraba, con la finalidad de darle una apretado y amoroso abrazo, pero para entonces, ella ya se encontraba planchando, y un tanto apurada me dijo que había que tender la cama, porque el tiempo corría tan deprisa, que para cuando te das cuenta, ya se te hizo tarde; y queriendo complacerla tendí la cama, y un tanto apurado, bajé de nuevo a la cocina para preparar todo lo que se requería para hacer el desayuno. Cuando llegó a mi lado, de inmediato se puso, como es su costumbre, a elaborar con esmero el primer alimento del día, entonces, calladamente me dirigí a la mesa con un plato de fruta en la mano, miré el reloj que cuelga de la pared del frente y de nuevo el tiempo decidió mi suerte, y como de costumbre, consumí los alimentos sin tener el placer de saborearlos;  a los pocos minutos, ya estaba cepillándome los dientes, acomodándome el pelo y salir después a toda prisa, para subirme al auto, y emprender la salida a mi trabajo; pero antes de la partida me paré frente a ella para despedirme como suelo hacerlo todos los día, llevarme primero la bendición y en seguida una triada de besos tan ligeros que no alcanzan el tiempo a humedecer los labios.

El tiempo, dicen los que saben, es una medida en nuestra vida que en realidad no existe, pero a mí me tiene todo el día preocupado, porque nunca se me ha hecho suficiente para disfrutar como se debe. Una vez en el trabajo, cuando más apurado estaba, vibró el teléfono pegado a mi cintura señal de que alguien me estaba llamando; para mí fortuna era ella, la mujer que tan temprano había contemplado dormida en el matrimonial lecho; y con voz entrecortada me dijo: No te parece que hoy es un gran día, es el día del amor ¿acaso se te ha olvidado? Sin poder articular palabra me quedé callado por un momento, y cerrando los ojos, viajé en el tiempo, me vi entonces de novio enamorado, de esposo recién casado, de padre nuevo, en verdad desabordaba en aquellos maravillosos momentos felicidad; su voz me volvió a la vida y preguntó de nuevo: Te estoy recordando, mi cielo… ¡hoy es el día del amor! Sí, no lo he olvidado, te lo quise hacer sentir por la mañana temprano, pero tal vez el tiempo que mide nuestras vidas, pudo más que nuestro anhelo de hacer un alto, para haberlo festejado.

Mi esposa dice conocerme demasiado, pero por lo visto no es así, con el tiempo se vuelve uno desconfiado.

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