Un buen día me pregunté: ¿Cuándo fue que pasé de moda en mi hogar? La verdad, no quería aceptarlo, pero a los hombres nos pasa frecuentemente, estamos tan ensimismados en el trabajo, algunos también en los deportes o los continuos festejos con los amigos, que se nos olvida que llegará el día en que nos llegue la fecha de caducidad; y no, no es por lo que está pensando, todos envejecemos cada segundo, la caducidad a la que me refiero, tiene que ver con los momentos mágicos que vivimos cuando  sentimos que aún somos una prioridad para el cónyuge y los hijos; tampoco tiene que ver con el amor que ellos aseguran que nos tienen; tal vez tenga que ver con la calidad de ese amor, y no con la presencia de ese noble sentimiento, que por cierto, está comprobado retrasa el envejecimiento.

No sé cuándo ocurrió, en mi caso, pero sospecho, que fue cuando los hijos empezaron a valorar su independencia y despertaron a ese maravilloso mundo de aventuras que no solamente trae satisfacciones, pues también implica riesgos por tantas amenazas que tienen que sortear en la vida.

En ese ir y venir, subir y bajar, pronto se toparon con una característica nueva del amor, la que conocemos como el amor por el prójimo, alguien que no es de nuestra sangre, pero que nos atrae a su vida para conformar lo que conocemos como amistad, y entre los llamados a compartir las vivencias que hermanan, sólo uno fue escogido para establecer un puente amoroso que llegó directamente al corazón, entonces, supieron la diferencia entre los amigos y aquella persona que acelera y frena a la vez todas las emociones; para entonces, los progenitores, sobre todo para el padre, la fecha de caducidad de aquel intenso amor, empezó a languidecer, mas, la madre, ocuparía un espacio especial en aquella transformación hacia la madurez.

No sé cuándo pasé de moda en mi hogar; pero había algo que aún me mantenía vigente: el seguir enamorado de la mujer por la cual igualmente había dejado mi primer hogar y abandonado a mis padres, pero aquella mujer tenía como misión y prioridad el velar por la seguridad y la paz del corazón de sus hijos, y para ello, requería de toda la fuerza del amor para lograrlo.

Cuando llegaron los nietos, ya me había resignado a ocupar el lugar que cada quien quisiera darme en su corazón, no porque no me amaran, simplemente, porque la mujer siempre habrá de tener encendida la lámpara, esperando que sus hijos y sus nietos puedan regresar al hogar, así como ayer solía hacerlo con su esposo cuando regresaba del trabajo, porque ancestralmente representaba aquella amorosa continuidad del amor que sólo una madre puede prodigar a sus hijos.

¿No sé cuándo pasé de moda en mi hogar? Pero ahora deberé aprender a envejecer con dignidad, ya no luchando por un lugar en el corazón de mi familia, porque el amor que cada uno siente por mí sigue estando ahí en el lugar que le corresponde, lucharé por mantenerme vigente en el amor de Aquél que me dio la oportunidad de vivir esta maravillosa experiencia, para entender que, en mi creación, también intervino el amor del único ser que puede parecerse al amor del Padre: la madre.

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