Desperté aquella mañana agradeciéndole a Dios el haberme obsequiado aquel cuerpo perfecto, donde todas mis células, los órganos y sistemas trabajaban en armonía; mi mente era como un faro, iluminando todo, por ello, mis ojos podían ver perfectamente en la oscuridad de aquella habitación que me había dado asilo tantas noches, durante tantos años, de aquellos largos períodos vacacionales durante nuestra educación primaria, y qué mejor lugar para seguir aprendiendo que el hábitat de nuestros abuelos,  que siempre nos recibieron con los brazos abiertos; por el lado materno Don Virgilio y Doña Isabel y por el lado paterno Don Felipe y Doña Abigail. En ambas Casas Grandes se privilegiaban los valores: Respeto, honestidad, humildad, lealtad, solidaridad, equidad y justicia. En cuanto al respeto se significaba la libertad para disfrutar la vida, sin pasar por alto la autoridad de los mayores, quienes premiaban la obediencia, pero también castigaban la falta de la misma.

Aquella mañana agradecía Dios el haber amanecido en aquel artesanal colchón que la abuela Isabel había elaborado, confeccionándolo con retazos de tela sobrante de otras tantas manufacturas de corte y confección para cubrir las necesidades de los miembros de la familia; por cierto, el relleno de los mismos, era de algodón para el verano y para el tiempo de invierno de lana proporcionada por el abuelo Virgilio cuando criaba algunos borregos. El colchón guardaba en su estructura la memoria de los que habíamos dormido en él, y por ser nuestros cuerpos perfectos, estos se amoldaban de manera armónica al colchón y no el colchón a nuestros cuerpos, esta comunión evitaba el que se originaran dolores  osteomusculares o articulares; eran pues nuestros cuerpos perfectos,  los que reposaban en lo que yo concebía como un cálido abrazo de la amorosa extensión del amor de los abuelos; los colchones eran flexibles, los podías doblar o enrollar para que no ocuparan mucho espacio y al contemplar estas maravillosas cualidades, asegurábamos mi primo Gilberto y yo, que los colchones eran perfectos.

Los abuelos maternos y paternos tenían culturas diferentes, de ahí que tenían costumbres y gustos diferentes; los primeros, labraron la tierra y tomaron de ella lo necesario para vivir, devolviéndole a la misma lo que ésta les había obsequiado; los segundos, perfeccionaron lo que la tierra ofrecía y aprendieron  a convertir los productos de la misma en sustancias para paliar el dolor que los cuerpos perfectos empezaron a padecer, cuando ya no se le dio prioridad a los valores que mantenían un equilibrio entre los hombres  y con la naturaleza.

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