Aquel día de verano del año 75, me encontraba  repasando unos temas de las materias que llevaba cuando cursé la carrera de Medicina en el Campus Tampico-Madreo de la U.A.T. , estaba sentado en la silla que mi madre María del Carmen Ernestina Caballero me había obsequiado, sin importarle con ello, descompletar el juego de su comedor de ocho sillas, ella, no podía concebir que yo pudiese estar sentado sobre el viejo veliz de gruesa lámina de color azul, reforzado en cada equina con una estructura metálica que a la vez le servía de adorno y que mi padre el Q.F.B. Salomón Beltrán García había recibido como un obsequio de la tía Elvia, junto con unos diez libros de tamaño y grosor impresionante, que contenían al parecer, una compilación de artículos publicados en la revista The American Journal of Medicine, que habían pertenecido al tío Nicholas, el cual había pasado a mejor vida años atrás; dichos libros y el mencionado veliz tipo baúl, me los regaló mi padre porque aseguraba me serían más útiles a mí; pues bien, cuando llegó la noche de aquel día, se presentó en el departamento mi estimado compadre Antonio Ángel Beltrán Castro que estudiaba la carrera de Odontología, Mario Hernández Estrada compañero y amigo de la facultad de Medicina y Jesús Rodríguez González que estudiaba Ingeniería Civil y que después sería mi cuñado, todos ellos residían en el mismo departamento que rentábamos, y Antonio, que era el mayor de todos que trabajaba y estudiaba, había recibido su sueldo como agente de la oficina Fiscal y nos invitó a compartir una cena de amigos, desde luego que se aprovechó tan especial momento para brindar con bebidas espirituosas, mismas que generosamente fueron surtiendo su efecto embriagador en los felices asistentes  y cuyo ánimo desinhibido y relajado, dio paso a una sincera y sentida comunicación, expresando libremente cada quien lo que en ese momento le pareció oportuno; como yo permanecía callado, pero escuchando muy atento cada intervención, uno de ellos, sabedor de que siempre me rondaba la inspiración, me retó para que en un tiempo récord escribiera un poema de lo expresado por cada uno de ellos y aceptando la invitación me encerré en mi habitación y me puse a escribir para darle vida y sentido a las emociones vertidas, al término de aproximadamente treinta minutos, abrí la puerta, llevando en mano cuatro intentos poéticos , como Antonio siempre se distinguió en el arte de la declamación, le puso voz a los poemas, y Mario quien era un buen guitarrista, le puso música a las palabras escritas; si bien no puedo asegurar que los poemas fueran muy emotivos, más de uno lloró aquella noche, justificando el llanto por otro motivo.

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