A través de la ventana del consultorio donde trabajo, sentado en el sillón de siempre, en los momentos en los que hacía una pausa para relajarme, solía ver al mediodía cómo el viento movía las ramas de una planta de araucaria, y con ello me imaginaba recostado en una hamaca, observando entre el follaje el azul del cielo, sintiendo que el tiempo era mío y por ello podía hacer uso a complacencia del mismo, para hacer planes sobre el resto de mi vida; desde luego, que en ellos incluía a mi amada esposa, porque hemos pasado ya muchos años sin contemplar un espacio donde juntos pudiéramos evocar los gratos recuerdos de nuestras vivencias como pareja. Me veía, sobre todo, mostrándole mi gratitud por tolerar mis defectos, por solidarizarse en todo proyecto que he emprendido y aún emprendo, por tener el valor de haberse casado conmigo, cuando no tenía nada que ofrecerle, mereciéndolo todo, y yo con la sana intención de dárselo todo, como a mí me hubiese gustado darle. Recuerdo, cuando novios, le tomaba sus suaves manos y le prometía que nunca dejaría que se le maltrataran con motivo del duro trabajo del hogar; besaba sus ojos, repitiéndole, que velaría porque su mirada siempre reflejara la felicidad de sentirse amada; acariciaba su sedosa cabellera, a la que cepillaba hasta cien veces al día, para que le creciera en abundancia, porque en ello veía la esperanza de larga vida; por las noches, en ocasiones, velaba su sueño, y veía con orgullo que no había expresión angustiosa que marcara su hermoso rostro; era pues mi mayor anhelo y prioridad, el  hacerla feliz. Motivado como ustedes pueden  estimar, al término de mi horario laboral, salía con la inspiradora intención de llegar a casa para decirle que la amaba y que necesitábamos pasar más tiempo juntos, que nos olvidáramos de otras responsabilidades y sólo pensáramos en nosotros; al llegar al hogar la encontraba como siempre sumamente ocupada, apenas  la saludaba, y ella continuaba atendiendo a quien estuviera en ese momento; sin perder impulso la seguía hasta la cocina para contarle de mis planes, pero era tanto su apuro que mejor le daba un respiro y esperaba mi turno; cuando por fin nos sentábamos juntos a comer, y animado, retomaba el tema de aprovechar nuestro tiempo, el teléfono no dejaba de sonar y ella, educada como es, contestaba de inmediato, y yo veía entonces cómo sus maravillosas manos, sus maravillosos ojos y su hermosa cara, eran ya un sólo instrumento que acogía para sí, todo aquello que por mi falta de solvencia, en su momento, no le di;  cuando mereciéndolo todo y siendo mi mayor tesoro no lo consentí.

Al dejar de sonar el teléfono, su plato ya estaba frío y ella sin ningún reproche seguía comiendo, y se daba tiempo entre cada trago de agua o de comida, para preguntarme cómo había sido mi día.

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