Las cigarras cantaban en el viejo encino que estaba frente a la casa de los abuelos maternos, allá en mi amado San Francisco, Santiago N.L.; yo observaba y escuchaba nostálgico aquel maravilloso escenario de la puesta de sol, desde la puerta principal de la casa grande, siempre preguntándome ¿por qué me entristecía su canto? y más se acentuaba dicho sentimiento porque pronto dejarían de cantar, y me era casi imposible ver cómo el perfil de la serranía empezaba a dibujarse en lontananza e imaginaba, que en unas horas más, ya estaría tendido sobre el colchón mirando al cielo raso del techo del salón, donde igual, el foco esperaba ser apagado por la abuela Isabel, que a esa hora considerada puntual, era llamada por el abuelo Virgilio, que tenía por costumbre, a esa edad mayor, acostarse temprano para levantarse igualmente aún antes de salir los primeros rayos de sol.

Era mediados del mes de diciembre, ayer, cuando el clima no variaba tanto como ahora, el frío estaba presente y nosotros portábamos una gorra de lana a cuadros con orejeras, y a pesar de estar cubiertos con chamarra, igual no podías evitar contagiarnos de gripa, entonces pensábamos que era por enfriarnos, después entendimos que nos habíamos contagiado de un virus propio de la estación; así es que era inevitable no dejar de sonarnos la nariz con el dorso del antebrazo, más pensábamos, que era saludable estornudar a más no poder con el mayor esfuerzo para sacar la enfermedad del cuerpo; si hubiera habido un campeonato de estornudos, mi abuelo Virgilio hubiese sido campeón, Chonita se hubiera llevado el segundo lugar, la abuela Isabel decía que ambos eran muy escandalosos y que a ella la gripa le hacía lo que el aire a Juárez, de hecho, tenía conocimiento sobre la importancia de consumir cítricos, de ahí que el primo Gil y yo nos dábamos gusto comiendo mandarinas y naranjas, y si nos llegaba a dar gripa, la abuela nos hacía una infusión de hojas de naranjo y miel de abeja, y si de plano nos afectaba la constipación  nasal, sacaba el cajón de las medicinas un tarro de un conocido preparado a base de eucalipto y menta, y frotaba pecho y espalda; curiosamente nadie tenía miedo de contagiarse con aquel virus, la mayoría de los “lepes” como decía mi abuela estábamos mocosos, por cierto, no le agradaba que se sonaran la nariz enfrente de ella y mucho menos que expulsaran flemas y las escupieran en el suelo, inmediatamente hacia una especie de arcada como si fuera a vomitarse y después soltaba una majadería a quien le faltaba al respeto con ese tipo de costumbres, lo mismo que no le agradaba que se limpiaran la nariz con pañuelo o paliacate, porque se acostumbraba, en aquel tiempo, guardarlo después de la limpieza en las bolsas de los pantalones, decía ella: imagínate las veces que se suenan la nariz y la cantidad de mocos que guardan en el mismo lugar donde meten las manos para sacar dinero o llaves  y así saludan de mano.

Las cigarras cantaban en el viejo encino que estaba frente a la casa de mis abuelos maternos; ahora ya no existen las cigarras, ni el viejo encino, ya no escucho los estornudos del abuelo y de Chonita, ya Gil está también en otro plano y los amigos de aventuras que me acompañaron en la niñez, muchos se han ido y me sigo preguntando: ¿Por qué me entristecía el canto de las cigarras del viejo encino y el dibujo del perfil de la serranía aquellos atardeceres de San Francisco, Santiago N.L.?

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