Mira que espero con ansia la llegada del viernes por la tarde, tal vez en la idea lejana del término de la semana escolar, allá cuando la mayor ilusión de niño me ganaba para emprender el pequeño viaje a la no muy lejana Villa de Santiago. Pedirle la bendición y unos pocos pesos a mi madre para partir a ver a sus padres, mis abuelos, y ella debatiéndose entre temores maternos y de hija, pero sintiéndose halagada porque yo, su segundo vástago, tuviese esos maravillosos anhelos; porque, aunque relativamente cercanos, para el noble corazón de una hija, por cierto muy amada, el estar a unos cuantos kilómetros de distancia de sus amados padres, le resulta semejante  a romper las amarras de una barca plácidamente resguardada, para que navegara en el incierto mar de la incertidumbre y la desesperanza. Por eso, a mi madre, más que entristecerla, mi decisión de abandonarla por un par de días, no le causaba desconsuelo; parte hijo, me decía, anda ve a ver a tus abuelos, pero ándate con mucho cuidado, no porque sea mi ser tan desconfiado, aunque en nuestra tierra todos son amigos o parientes, no vaya ser que en el autobús se cuele uno que otro delincuente y quiera hacerle a mi niño daño. Madre, por tus consejos pondré harto cuidado, no vaya ser que por confiado me vaya a sorprender un ser tan despiadado. Pero si nada más me subía al autobús y aquel airecito de la tarde tan complaciente, me hacía cerrar los ojos y de repente, dejaba de fruncir la frente, quedándome plácidamente dormido en los asientos de aquellos asientos de hule tan calientes.

Qué afortunado soy, qué bueno que me conozca la gente, pues siempre había entre los pasajeros alguna dama o caballero por demás decente, que moviéndome con cuidado me decía, ya llegamos Salomón, no te vayas a pasar de frente.  Y yo, que me despierto todo amodorrado, mas no enojado, y al pisar mi suelo tan amado, la alegría se dibujaba en mi cara, como la de un niño que recibe el más grande regalo.

Pero, qué tiene todo esto que ver contigo, mi estimado lector desesperado, tal vez pienses que nada, o tal vez, también te recuerde algo y aún no lo has notado; echa pues a volar tu imaginación ausente, acaso no eran aquellos felices días mejores que los presentes. Quitarse los zapatos para meter los pies en el río, tomar la fruta directamente del árbol, correr entre el verde sembradío del maíz, subir a un frondoso árbol y sentase entre las ramas a explorar el territorio. Sudar después de tanto jugar y buscar la pila del regado para darte un chapuzón helado; llegada la tarde, para despedir la luz del día, ir a la tienda de abarrotes de la esquina, para comprar el pan de la merienda, y al caer la noche, después de cenar con alegría, recostarse en la banqueta para ver el cielo estrellado, buscando ente tanto lucero a la gran estrella que iluminó el camino para llegar al portal en el que el niño Dios naciera.

Esto amigos míos, no sólo son sueños, y si lo fueran, no son sólo míos, ojalá los sueños de nuestros niños, fuera tan afortunados, como nuestros sueños tan recordados.

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