Frecuentemente, algunos matrimonios jóvenes me piden la “fórmula” para mantener una relación estable; podríamos pensar, que mucho tiene que ver en ello, las diferencia en el tiempo de cuando María Elena y yo nos decidimos a construir la estructura que habría de sustentar nuestra unión para vivir en pareja, al tiempo que se vive actualmente, ya que los vertiginosos cambios que le imprime la actual dinámica a la existencia, también inciden en la educación y en cultura relacionados con la relaciones humanas.

Trataré de darle un enfoque simplista al tema, basado en el desarrollo histórico de mi matrimonio, esperando que los interesados, puedan tomar a voluntad, los elementos que les puedan servir para fortalecer la solidez de sus respectivos matrimonios. Evitaré introducir en el tema conceptos teóricos y científicos de las diferentes ciencias que atienden el reglón de la conducta humana y más específicamente sobre las relaciones de pareja.

Empezaré diciendo, que así como no hay seres humanos perfectos, no hay matrimonios perfectos; difícilmente podríamos encontrar en la vida una persona que se complemente al cien por ciento con todos nuestros intereses y necesidades en la vida, si acaso, encontraremos en el otro ser, aspectos que denoten virtudes que identificamos como esenciales para restablecer nuestra armonía interna y para tratar de mantener un equilibrio conveniente con los elementos del entorno que interactúan favorable o desfavorablemente para vivir en condiciones óptimas. Sí, desde mi particular enfoque, la necesidad personal nos condiciona para establecer, de primer orden, enlaces espirituales, traducidos esencialmente como amor y misericordia; visto de esta manera, la atracción no se da solamente por cuestiones físicas o químicas.

María Elena formaba parte de un conglomerado de personas de un entorno donde habría  yo de ser conducido por mi necesidad de amor y misericordia para encontrar alivio a una congoja derivada de un hogar un tanto disfuncional, habitaba en un entorno donde las mujeres físicamente eran hermosas, pero, donde sólo una tendría la capacidad de ser atraída hacia mí para establecer puentes espirituales coincidentes, para restablecer esa armonía y paz interior que todos buscamos en un momento dado, pero, que con frecuencia, muchos seres humanos no identifican, porque suelen guiarse únicamente por los atributos físicos o intelectuales de sus futuras parejas.

Fue a partir de conocer a mi ahora esposa, cuando mi espiritualidad empezó a crecer, y con ella, inicié la búsqueda de un amor y una misericordia aún mayor, la que con su sabiduría nos hace comprender por qué debemos de amar primero a una divinidad perfecta, que no tiene mancha, que nos invita a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, aceptando sus imperfecciones y nuestras propias imperfecciones, y obsequiándonos el recurso sanador del perdón. El que verdaderamente ama a su prójimo lo perdonará todo, porque tendrá la extraordinaria facultad de ver con los ojos de Dios, de escuchar con los oídos de Dios, y de amar como él ama.

Antes de reprochar los defectos de tu pareja,  ten misericordia de él, porque posiblemente, con cada reproche o reclamo que pretexte y que ponga en conflicto la estabilidad matrimonial, te está pidiendo de corazón que lo escuches, que lo entiendas, te está pidiendo que lo perdones, y que lo ayudes a salvar lo único que verdaderamente puede allegarle la paz interior, que le abrirá la puerta a su espiritual entendimiento, para comprender la verdadera razón del porqué se muestra hostil, desconfiado, celoso, o acentúa su nocivo egoísmo.

En ocasiones,  nuestra naturaleza humana nos prepara para responder con la misma o más agresividad con la que sentimos somos “atacados”, pero, si anteponemos a ello el verdadero amor que sentimos por esa persona, que en esos momento de ofuscación, parece ser nuestro peor enemigo, y nos dejamos guiar por nuestra espiritualidad, encontraremos el mejor camino para sanar, no de nuestras propias heridas, sí, las heridas del que con anticipación las recibió de manos de otras personas, en una etapa de su vida en la que más necesito ser amado.

Sí, no soy perfecto, ni María Elena lo es, pero, uno y otro, hemos dejado que el verdadero amor, el que todo lo perdona, nos haga comprender, que existe el perdón y la posibilidad de ser dignos de recibir una sabiduría divina que más que darnos pretextos para descalificarnos el uno al otro, nos hace comprender, que debemos de seguir velando por mantener la solidez de un matrimonio que ha trascendido a un plano que va más allá de una conveniencia física, mental, económica o social.

Entonces, mis estimados lectores, amigos, hermanos en Cristo, la “formula” para un matrimonio para toda la vida es: Amar a Dios por sobre todas las cosas y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

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