Cuando observo en mi entorno las evidencias de la amistad entre los jóvenes, he de reconocer que me asaltan emociones encontradas, por una parte, siento un poco de envidia, y por la otra, de nostalgia. ¿Acaso no es la misma fuerza la que mueve la amistad entre los jóvenes que entre los adultos mayores?  Tal vez alguien podría objetar, que en lo concerniente a la amistad, nada tiene que ver la energía, pero, siendo ésta fundamental para toda actividad humana, en la medida que permite el desarrollo de la vida, esta objeción, sería de inmediato por la ciencia desestimada.

Mi enfoque particular en el tema que nos ocupa, es que la energía y la amistad están íntimamente ligadas, y en la medida en que la primera se va agotando, la otra,  pasa del dinamismo que despierta, estimula y construye, al anquilosante aislamiento, que si bien es cierto, mantiene como emoción primaria el amor, vive más de los recuerdos, que de la incitante pasión por la aventura; mas, cuando  existe  la solidez de un grupo en amistad, la evidente languidez  individual, termina por ensamblar un generador de tal potencia, que hará resplandecer con su luminosidad la obscuridad de aquél, que en solitario, con desesperanza ve cómo su luz se apaga.

Los amigos nunca deberían morir, porque si llegas solo al final de aquello que conoces como vida, su ausencia te hará sentir como un árbol plantado en medio del desierto, con tus raíces semi secas,  fuertemente aferradas a la arena, tratando desesperadamente de absorber la poca humedad que te llega a través del rocío que cae del cielo en las noches frías, cuando sus ramas, como brazos extendidos, tratan de arrebatarle a las estrellas, la luz que les robaron a sus amigos.

En memoria de los inolvidables amigos que nos dejaron su luz en la tierra y ahora brillan con la luz inagotable del amor de Jesucristo.

“El Precepto mío es, que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros. Que nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15:12-13).

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