Y yo que creà que estaba solo en el mundo. Y yo, pensé que dormÃa. Y yo, que estaba soñando. Estos tres comentarios me los hicieron distintos compañeros universitarios aquella madrugada del verano de 1972, en la azotea de aquella vieja casona del puerto de Tampico, ayer, cuando después de haberle dedicado muchas horas al estudio, alguien dijo, intencionalmente, que era justo y necesario tomarse un pequeño descanso, para después seguirle con el trabajo escolar; era esa la señal de dejar los libros sobre el escritorio, la cama, o el piso y salir de la habitación, con una amplia sonrisa, y vernos los cuatro, jubilosos, sin camisa y descalzos, soportando aquel clima caluroso y pegajoso, y rogábamos por la llegada de la refrescante brisa. Acomodados entre botes vacÃos de pintura y cajas de madera desvencijadas, todos a la vez, mirábamos al cielo para buscar y encontrar la estrella de cada quien, la que tenÃa un significado de esperanza y reflejaba la luz de una lejana mirada, de una madre, de un padre, de un hermano y en mi caso de mi amada. Después de un breve silencio, simulando haber recibido del lucero una respuesta, poco a poco, cada uno de nosotros, hombres de carne y hueso, bajaba su mirada, y discretamente limpiaba la humedad de sus ojos, culpando de ello al sereno de la madrugada. El más bohemio de todos, como se esperaba, sacaba de aquel maletÃn de doble fondo, una pequeña botella de licor barato, que se iba pasando de mano en mano, disque para que se aflojara el cuerpo, y para que saliera a respirar el alma; y cómo no habÃa de respirar el jovial espÃritu de aquellos foráneos idealistas, que por más valor que le echaban para mitigar los gratos recuerdos del pasado, seguÃan extrañando a su familia y la calidez de su amada casa. Cuando se asomó el primer espÃritu de aquel cuarteto, sin pena alguna, dejó salir arrastrando sus palabras: Me duele, sÃ, y por eso lloro de vez en cuando, pero han de saber que lo hago a escondidas, para que no piensen mis amigos que soy cobarde, lloro porque extraño a mi madre. Los demás lo escuchábamos con semblante desencajado. ¡Ah, que duro está el sereno, compañeros! Y todos a tallarnos el exceso de humedad de nuestros ojos por culpa del sereno. El segundo espÃritu no esperó más y tomando la botella, tratando de ahogar con el trago de licor su pena, dijo: Si de extrañar se trata, yo dirÃa que por igual extraño a mis dos viejos. El tercer espÃritu joven, desesperado, le arrebato la botella y dijo: Echa acá hombre, déjame algo, para tener también el valor de hablar, y dando el trago al aguardiente dijo: Y qué me dicen de los hermanos, ¿acaso no los extrañan también? Todos le palmearon la espalda dándole con ello la razón. Después se hizo un silencio, todos permanecÃamos con la cabeza mirando al suelo. Y cuando todo parecÃa haber terminado, alguien dijo: Y tú Salomón, ¿por qué no has dejado hablar a tu espÃritu? Un nudo se me hizo en la garganta, y para colmo, ya no habÃa más licor; vamos hombre, anÃmate, di algo, ya los demás hemos hablado. Primero, amigos mÃos, les diré que mi espÃritu no es tan joven como el de ustedes, es más bien un espÃritu viejo, extraño a mi madre más que a nadie en el mundo, a mi viejo no se diga, a mis hermanos, a todos ellos, pero esta hermosa noche compañeros, a la que más extraño es a la amada mÃa, porque habiéndola tenido tan cerca, la siento tan lejos, porque ella habÃa empezado a renovar lo viejo de este espÃritu que hoy se asoma al escucharlos hablar con el corazón en la mano; yo que creà que estaba solo en el mundo, ahora sé que tengo hermanos; yo que pensé que dormÃa, he despertado, al caerme el húmedo sereno de su llanto; yo, que vivÃa soñando, por fin a la vida he regresado.
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