Dichosos aquellos años donde nuestra adolescencia trascurría sanamente en el barrio; sí, mi barrio era el que estaba ubicado en la calle Zaragoza, entre el 19 y 20, ya en otras ocasiones he hecho alusión al mismo, pero, hay tantos recuerdos que podría escribir un libro con ellos.
Los patios de las casas eran en esa época bastante grandes, la casa donde habitaba, era rentada y pertenecía a la familia Sepúlveda y tenía un espacio tan amplio, que hasta nos permitía jugar partidos de futbol rápido; me veo con la “raza” del barrio levantando tremenda polvareda, todos sudados, sin camisa y en pantalones cortos, los hermanos Jesús, Jorge y Aristeo Rodríguez González, siempre en el mismo equipo, Francisco Barrera alias el “Fifí”, su hermano Severo alias el “Cheve”, Mario Contreras Lartigue y Virgilio mi hermano.
Después de aquellas tremendas asoleadas, salíamos a la banqueta de la calle Zaragoza a platicar los pormenores del partido y con la sed que traíamos cruzábamos la calle hacia el puesto de Don Julián, un hombre entrado en años de origen campirano, cuya cara estaba surcada por grandes arrugas similares a las grietas que se forman en la tierra después de evaporada el agua lluvia; el blanco y aún poblado bigote de Don Julián hacía juego con sus cejas bien conformadas.
Cuando le consumíamos refrescos y dulces en su tiendita, Don Julián solía devolvernos el cambio con una buena historia, recuerdo especialmente una que me dejó impresionado y que a continuación sintetizo: Decía Don Julián que en los años de la Revolución había tanta pobreza, que con pena y todo se acostumbraba ir a visitar a los vecinos para “saludarlos” y que a pesar de ser pareja la situación, la gente del pueblo, así fuera una tortilla con frijoles o chile la compartían; era tanta el hambre, que en una ocasión llegaron a un jacal y divisaron unas tres gallinas que rascaban con las uñas de sus patas el seco y duro suelo y que al ver que ellos llegaron, éstas, detuvieron la faena y los observaron detenidamente, el padre de Don Julián saludó: “Ave María” y los dueños del jacal contestaron “Sin pecado concebido”, era prácticamente una invitación a pasar, pero antes de acercarse más para tomar asiento en unos bancos de madera y queriendo ser agradables, obsequiaron una amplia sonrisa y al mostrar su dentadura, las gallinas se les fueron encima como tratando de arrancarles los dientes.
Cabe mencionar que el relato de Don Julián nos tenía boca abierta, uno de los más pequeños de la raza dijo “eran gallinas asesinas”, pero el hombre con una seriedad impresionante repuso, no, los pobres animalitos hambrientos pensaron que nuestros dientes eran granos de maíces, por eso se fueron directo a nuestras “mazorcas”, de pronto todos soltamos una sonora carcajada, por las ocurrencias de aquel gran viejo, a quien todos respetábamos y reconocíamos como sabio.
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