Sentado en la mesa del comedor, compartía el pan y la sal con parte de mi familia, Las dos María Elena, madre e hija; José Manuel, mi nieto menor; y por supuesto, Rita, hermana de mi esposa; que en ese instante se encontraba calmada, pero minutos antes, había tenía uno de sus episodios de agudización de la ansiedad que padece, y que la llevaban frecuentemente a perpetuar una agonía de largo plazo, al pensar que un síntoma dispéptico puede conducirla a un indeseable encuentro con la muerte; afortunadamente platicamos sobre el tema y minutos después el malestar desapareció, al relajarse y percatarse que solamente se tradujo en un discreto eructo. Mientras Mará Elena servía los alimentos, yo observaba detenidamente a los presentes, de pronto, las miradas se cruzaron, y en forma instantánea pensé, estoy aquí, y ellos también lo están ¿Acaso éste no es un momento maravilloso? Veo, en madre de José Manuel, reflejado en su rostro el cansancio, mitad por el trabajo de oficina, mitad por el trabajo doméstico, pero puedo ver aún más allá de su cuerpo material, y veo a su espíritu igualmente cansado, sin energía, motivos tendrá para ello, más si fuera un pecado el sentirse triste, seguramente ese podría ser el origen de su congoja; mi hija pasea su mirada por la estrechez del espacio, mirando hacia dentro, deseando tal vez estar recostada en su cama, apagando el switch del cerebro para poder reposar de verdad, y reparar el desgaste que le ocasionan las preocupaciones; mientras tanto, José Manuel mi nieto, se muestra desesperado, algo le dice que se tiene que retirar porque el día es tan corto y antes de ponerse a jugar con sus primos, tendrá que cumplir con las tareas escolares pendientes. María Elena, mi esposa, me ofrece una tortilla caliente y me pregunta si me agrada la comida, y antes de que pueda contestar, ella califica su guiso, yo aprovecho para decirle que los alimentos son de mi agrado.

Sentado en la mesa del comedor, después de esas miradas cruzadas, me felicito por ser tan afortunado, tengo pan en la mesa, tengo una bebida, tengo la compañía de mi familia; entonces dirijo mi mirada para ver al que me está observando a mí y le doy gracias por esa maravillosa lección de vida.

Un par de horas atrás, mientras me encontraba en mi trabajo, yo salí al encuentro de una paciente muy especial, curiosamente su nombre es Esperanza, que, a sus 84 años de edad, teniendo una memoria sorprendente, me reconoció de inmediato, nos saludamos con un cálido abrazo, así como los que mi madre aún me suele dar, un abrazo espiritual envidiable, que encendió mi ánimo y mi alegría al saberme aún útil para servir a mi prójimo, como el primer día de mi historia profesional.

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