Un buen dÃa, allá en mi adolescencia, en unas vacaciones de verano, caminaba junto a mi querido primo hermano Gilberto por un hermosÃsimo paraje boscoso de San Francisco, Santiago, Nuevo León; él, como buen conocedor de aquellos sitios, siempre iba por delante, advirtiéndome, en ocasiones, de los peligros del camino, y otras veces, de las maravillas naturales dignas de admirarse, y cuando de tanto caminar sentÃamos la llegada del cansancio, solÃamos buscar un espacio para descansar, que estuviera libre de mala hierba para evitar sorpresas desagradables como arañas, vÃboras y otras alimañas ponzoñosas que nos pudieran morder o picar; y una vez en sitio seguro, sentados o tirados en el suelo, sintiendo la frescura propia del ambiente, nos disponÃamos con agrado a platicar de aquello, que en su momento, era importante a nuestra edad y en nuestra vida; hablábamos pues, de las tareas pendientes encargadas por el abuelo Virgilio; de la deliciosa comida, preparada por la abuela Isabel, que nos esperaba con toda seguridad, al regresar de nuestra aventura del dÃa; hablábamos también, del depósito de agua cristalina y fresca, que se utilizaba para regar los árboles frutales del vasto solar propiedad del abuelo, depósito color gris de sólido concreto, al que solÃamos llamar alberca; recuerdo que platicábamos del tiempo que tenÃamos que esperar después de comer, para no ser vÃctimas de una indigestión mientras nadábamos; curiosamente, hablábamos también, del ideal de mujer que querÃamos para formar una familia, y para ello, en San Francisco, como en todo Santiago, abundaban las muchachas hermosas, asà es que, nos ponÃamos a repasar la lista de aquellas doncellas que a nuestros ojos, no tenÃan defecto alguno; disculpen, si omito sus nombres, seguro estoy, que todas formaron sólidos y felices hogares, pero, no por ello, a pesar del tiempo trascurrido, dejaron de ser bellas. Y asà pasaba el tiempo sin sentir, al estar cautivos de aquel embeleso, sin saber si estábamos despiertos o dormidos. En lo que a mà respecta, me veÃa de pronto joven, formal y apuesto, tomando suavemente la cálida mano a una de ellas, la que mi corazón con sabidurÃa habÃa seleccionado, y juntos disfrutábamos paseando por aquel inigualable paraÃso. El lenguaje era delicado, fino, transparente, sin nada que ofendiera, porque para mÃ, el ser un caballero, implicaba honestidad y respeto, indispensables valores que aseguraban la consumación de una historia de amor eterno, donde la pasión debÃa surgir en su momento, pero, sólo para acompañar el sueño de dos almas que se fundÃan en el universo.
Un buen dÃa, tuve que partir para siempre de aquel maravilloso paraÃso, dejando en él mis sueños de adolescencia, pero, me llevé conmigo la esperanza, la ilusión y la certeza, de saber que me esperaba el mismo cielo, en el que se encontraba la mujer, con la que siempre habÃa soñado.
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